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lunes, 9 de noviembre de 2020

Cultura Unellez VIPI 39. Los Motilones. La reliquia sagrada de Maracaibo (Arístides Rojas)

 

Los guerreros  episodios del ayer colonial contrastan con la vida actual de los  venezolanos. 
Imagen en el archivo de Cultura Unellez VIPI



Refiere la tradición, que cuando el conquistador Gonzalo de Piña Ludueña merodeaba a orillas del lago de Maracaibo, por los años de 1599 a 1600, en persecución de los indios motilones, hubo de pernoctar, por acaso, en los lugares donde aquél fundó la villa de Gibraltar. Posesionados los castellanos de esta localidad comenzaron a edificar casas y templos, a desmontar las costas para formar haciendas de cacao, y a traer a la villa cuantos recursos podía haberse de Maracaibo y España.

Y a tal grado llegó el entusiasmo de los pobladores, que familias ricas de la nobleza de Maracaibo, juzgaron como meritorio fundar haciendas en Gibraltar, introducir esclavos y pasar en la nueva villa algunos meses del año. La competencia entre las dos llegó a su colmo, cuando hubo de concederse a la de Gibraltar más riquezas y comodidades que a la de Maracaibo, y más porvenir por la fertilidad de sus tierras, abundancia de sus cosechas, y las importaciones que hacía para su comercio en los pueblos andinos.

La Gibraltar venezolana tiene, como la Gibraltar española, su historia, en la cual no faltan episodios interesantes, aventuras que nos trasportan a la época romana del rapto de las sabinas y también rasgos sublimes de generosidad y de barbarie, dignos del drama y de la leyenda. Antes de que Piña Ludueña fundara el pueblo de Gibraltar en 1599, hacía muchos años que estas costas eran el azote de los indios quiriquires, tribu feroz de la nación Motilona. Hábiles marinos, los indios atacaban siempre a los castellanos que aportaban sus mercancías a estas regiones del lago de Coquibacoa, y con tanto éxito, que regresaban siempre a sus escondites con géneros de seda, de los cuales se servían para hacerse mantas; de pasamanos de plata

y de oro que empleaban en cuerdas de hamacas; de leznas que colocaban como púas en sus flechas, y de mil objetos más de los cuales sacaban provecho. Al fin, después de mil piraterías, fingieron paz con el encomendero don Rodrigo de Argüello, aparentando cierta sumisión momentánea.

Después de haber partido Piña Ludueña para la gobernación de Caracas, donde murió en 1600, en la madrugada del 22 de julio de este año, el día de la Magdalena, fue Gibraltar atacado por los quiriquires unidos a los Eneales y Aliles, quienes en ciento cuarenta canoas y en número de 500 hombres cayeron como recio vendaval sobre la indefensa población, que no los aguardaba. La mayor parte de sus habitantes es víctima de la muerte, y los pocos que, inspirados por valor heroico, tratan de contener a los invasores, desaparecen al fin en medio de espantosa carnicería. El fuego cunde al par que la matanza, y de tanta desolación y espanto sólo escapan los moradores que pudieron correr y ampararse en las vecinas haciendas.

Al saqueo y la matanza siguió el incendio que por todas partes destruyó las pajizas chozas: Y queriendo los vencedores, dice el cronista castellano, que pasara por el mismo rigor la iglesia, entraron en ella, y estando unos robando sus ornamentos, otros se ocupaban en fl echar con las flechas de puntas de lezna un devotísimo Crucifijo de bulto que estaba encima del altar, fijado en un tronco de nogal, de las cuales cinco quedaron clavadas en el Santo-Cristo, una en una ceja, dos en los brazos, otra en el costado y en una pierna y señal de otras en muchas partes del cuerpo. Lo cual hecho, y acabado de robar lo que hallaron en ella, le pegaron fuego, que por ser también de palmiche como las demás del pueblo, con facilidad se abrasó, y cayó ardiendo gran parte de la cubierta sobre el Cristo: pero de ninguna manera se quemó ni el cuerpo ni la cruz donde estaba, ni aun una pequeña imagen de la Concepción de papel que estaba pegada en la misma Cruz bajo de los pies del Cristo con haberse quemado, hacerse carbón el tronco o cepo donde estaba fijo, de suerte que se halló casi en el aire la Cruz con el devotísimo Cristo; sólo en una espinilla tenía pequeña señal del fuego como ahumado sin penetrarle.

Agrega la tradición que cuando los indios vieron al Cristo en el aire, se llenaron de pavor y huyeron, mientras que otros pidieron perdón. Sea de esto lo que se quiera, el historiador Oviedo y Baños, al hablar de Maracaibo, nos dice:

“Venérase en la iglesia parroquial una devota imagen de un milagroso Crucifijo, a quien los indios quiriquires, habiéndose levantado contra los españoles el año de 1600, y saqueado y quemado la ciudad de Gibraltar, cuya iglesia estaba entonces esta hechura, con sacrílega impiedad hicieron blanco de sus arpones, dándole seis flechazos, cuyas señales se conservan todavía en el santísimo bulto, y es tradición asentada y muy corriente, que teniendo antes esta imagen la cara levantada (por ser de la espiración), como la comprueba el no tener llaga en el costado, al clavarle una de las flechas que le tiraron sobre la ceja de un ojo, inclinó la cabeza sobre el pecho, dejándola en aquella postura hasta el día de hoy”.

Pero lo que da a este asalto de los quiriquires a Gibraltar cierto interés novelesco es el rapto de las sabinas. Entre las mujeres cautivas de los indios estaba la esposa del encomendero Argüello, doña Juana de Ulloa, con sus hijas Leonor, casada, Paula, soltera, y otra hermana de cortos años a la cual llamaremos Elvira, por ocultarnos su nombre el cronista. Llenos de odio y de venganza los indios ahorcan a doña Juana, la cual espiró colgada de la rama de un árbol. Sobre el cuerpo desnudo comienzan entonces los quiriquires a lanzar numerosas flechas que fueron clavándose en las carnes de aquella desgraciada mujer; y tal fue el número de proyectiles, que cuando a poco los castellanos que regresaron al pueblo destruido, cortaron la soga de la cual pendía del árbol el cadáver de la señora, éste cayó de pie, sostenido por las flechas que simulaban un erizo de aspecto repelente. Las tres cautivas fueron conducidas por los vencedores a sus escondites, situados en los remansos y ciénagas del río Zulia. Despojadas de sus vestiduras castellanas hubieron de aceptar la desnudez indígena y las costumbres que les fueron impuestas. Dos de ellas, Leonor y Paula, fueron aceptadas como esposas de dos de los principales caciques, quedando Elvira para cuando tuviera la edad, según la costumbre indígena, de tener marido o dueño.

Por una y dos veces más regresan los quiriquires a Gibraltar reconstruido, y en ambas ocasiones roban a la población, llevándose nuevas cautivas, tanto castellanas como americanas. Entre los castellanos que se habían salvado de tantas desgracias, estaba el hijo del encomendero Argüello, hermano de las cautivas, quien no tenía otro pensamiento que librar a éstas del poder de aquellos hombres feroces. A los seis años de triste cautiverio es salvada Leonor, la casada, la cual tenía ya una hija de cuatro años. Desnuda y no llevando por vestido sino el guayuco indígena, aparece la castellana ante sus compatriotas, quienes se apresuran a vestirla con las mantas que llevaban. Ruborízase la esposa al verse libre del yugo que le había impuesto la suerte, pero se humilla y reálzase ante los decretos del Altísimo.

Reconócela a poco su marido, tiéndele los brazos, compadécela, admírala, ámala de nuevo al verla desgraciada, y acepta como suya la nueva hija que le traía. A poco aparece Paula trayendo dos hijos. Años más tarde, en 1617, los castellanos, al verse saqueados por tercera vez por los indios, acometen a éstos en sus mismas guaridas, y rescatan a Elvira. Frisaba ésta en los veinte y un años y estaba acompañada de dos varones y de una niña, preciosos.

Como prisionero estaba el cacique que le había tocado de marido y al cual le esperaba la horca como a todos los prisioneros habidos. Elocuente es la escena que nos aguarda.

Van a sacrificar al cacique cuando el llanto se apodera de Elvira.

Repréndela el hermano, que era uno de los vencedores, y ella contesta:

—Es el padre de mis hijos, es también mi padre, pues desde muy niña he estado en su compañía diez y siete años. Suplica, llora, pero todo es inútil; el cacique es inmolado con los demás prisioneros.

Este acto de barbarie tuvo a poco su corolario. Después de haber confinado a diversos lugares dentro y fuera de Venezuela, a los prisioneros inocentes, el hijo de Argüello toma a Elvira, a sus tres hijos y a otras personas y los conduce en una canoa a Maracaibo. En el camino cercano a la costa toma con disimulo los tres ángeles, los lleva a tierra, y con un puñal los sacrifica, alegando que no admitía el que su hermana tuviese hijos de un indio. Y la pobre viuda, la madre en su dolor, encontró lenitivo a su desgracia en el corazón de las otras hermanas que continuaron amando a sus hijos: los hijos de la desgracia, no de la deshonra. A los quince días de haber llegado el hijo de Argüello a Maracaibo, sucumbió de cruel dolencia.

¡Cuántos contrastes en estos hechos! Leonor al recuperar el amor de su esposo encuentra al protector de su hija: Paula bendice a Dios porque le conserva los suyos, en tanto que Elvira ve sacrificar a su padre adoptivo y al padre de sus bellos ángeles, por la venganza y ruindad de su hermano.

La nobleza del esposo corona la desgracia de Leonor, y en Paula triunfa el amor de madre, tan desgraciado en Elvira. El grupo de las tres hermanas lo realzan el deber, la maternidad, el sentimiento que sublima el infortunio.

Preguntados los indios, por qué sus predecesores habían flechado al devotísimo Crucifijo en 1600, contestaron que todos los actores de aquel suceso habían tenido muy triste fin, y que por esta razón no habían saqueado el templo en las otras ocasiones en que habían destruido el pueblo.

Al abandonar las ruinas de Gibraltar los pocos de sus moradores que sobrevivieron a tanta desgracia, llevaron consigo el Santo-Cristo que depositaron en el templo principal de Maracaibo. Pero a poco hubieron de retornar, obligados por la fuerza, con el objeto de restablecer a la segunda Gibraltar, que fue reconstruida de una manera tan sólida como duradera. De nuevo apoderóse de los habitantes de esta comarca el espíritu de comercio con los pueblos de la cordillera andina, apareciendo Gibraltar rica, poblada y sin temores respecto de los indios motilones, que no se atrevieron a sorprenderla. En posesión de nuevas riquezas y construida la ermita que iba a servirles de templo, los gibralteños reclaman el Santo Cristo a los moradores de Maracaibo, quienes se niegan a entregarlo.

Guardianes de una efigie que había resistido al fuego y a los instrumentos mortíferos de los indios, se resisten por repetidas ocasiones a la entrega del tesoro piadoso que se les había encomendado, prefiriendo que se les hiciera el reclamo por los tribunales, antes de ver salir la santa reliquia, de la cual no poseían ningún título de propiedad.

Enojosa cuestión iba a ventilarse, y, como en casos semejantes, dos partidos surgieron, reclamando iguales derechos. De un lado aparecían los moradores de Gibraltar, compactos y firmes, acompañados de muchos habitantes de Maracaibo, y del otro, gran porción del pueblo de esta ciudad. Competencia tan absurda, después de engendrar disgustos personales, hubo de atravesar el Atlántico, como todas las que se ventilaban en las diversas capitales de la América, en solicitud de una solución real. Según dice la tradición y asegura fray Juan Talamaco en la novena de la Santa Reliquia, escrita ahora años: “los señores del Consejo de Indias remitieron la resolución al mismo Cristo, ordenando que la imagen fuese embarcada cuando soplase el viento hacia Gibraltar, y que el lugar de la costa del lago adonde llegara el divino Pasajero, sería el dueño de tan deseado tesoro”.

Después de sentencia tan peregrina, los dos partidos deseando concluir cuestión tan enojosa, quisieron tomar parte en la ceremonia que iba a efectuarse, y la cual consistió en colocar la Santa Reliquia en una embarcación, en medio de las aguas, distante de Maracaibo, y dejarla a la ventura, desde el momento en que soplara el viento hacia Gibraltar. Pero como el resultado final no podía conocerse sino después de hechos repetidos, establecióse que debía hacerse el ensayo en tres ocasiones. Dispúsose que ambos partidos, en embarcaciones de todo género, formando alas separadas, fueran tras de la nao conductora del Santo-Cristo, y a distancia.

En la primera vez, después que se inflaron todas las velas de las naos en dirección a Gibraltar, condújose al lugar designado de antemano la nave misteriosa, la cual fue entregada al capricho de las olas. Con gracia surca las aguas y es saludada por los vivas de ambos partidos, cuando de repente se detiene frente a la Punta del chocolate, de donde no continúa ni con el viento, ni con el remo. Al segundo día se efectúa la segunda prueba y lo mismo acontece. Cuando al tercer día, todo el mundo aguardaba igual resultado y colócase el Cristo en un cayuco, los ánimos quedan de pronto sorprendidos por un milagro. El Cristo seguía los impulsos del viento, cuando éste cesa, y el cayuco retrocede al puerto de Maracaibo, saludado por los gritos de ambos partidos. De esta manera tan misteriosa como inesperada, pudo la sociedad de Maracaibo entrar en posesión completa de la Santa Reliquia de Gibraltar.

Gibraltar que había perdido su Cristo a poco de comenzar el siglo décimo séptimo, debía perder su grandeza a fines del mismo siglo. Saqueada fue por el pirata francés El Olonés, en 1666, por el pirata inglés Morgan, en 1669, y por el capitán Gramont, en 1678.

Las tres primeras Gibraltar desaparecieron bajo el fuego de los motilones; la cuarta, quinta y sexta bajo el saqueo de los filibusteros; la séptima, montón de casas pajizas, sin población, sin riquezas, es una triste reminiscencia de su pasada grandeza. Entre los viejos escombros de piedra y en medio de las espaciosas salas de la nobleza maracaibera, vegetan árboles seculares, mientras que a orillas del lago, graznan las aves acuáticas, y el boa duerme entre las raíces cenagosas de los manglares, al soplo ardiente de temperatura tropical:

Lo que va de ayer a hoy,

Ayer maravilla fui

Y hoy sombra de mí no soy.


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