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jueves, 29 de octubre de 2020

Cultura Unellez VIPI 37. Poemas de Aquiles Nazoa (2)

 

La siempre encantadora poesía popular de Aquiles Nazoa. 
Imagen en el archivo de Cultura Unellez VIPI




EXALTACIÓN DEL PERRO CALLEJERO

Ruin perro callejero,

perro municipal, perro sin amo,

que al sol o al aguacero

transitas como un gamo

trocado por la sarna en cachicamo.

 

Admiro tu entereza

de perro que no cambia su destino

de orgullosa pobreza

por el del perro fino,

casero, impersonal y femenino.

 

Cuya vida, sin gloria

ni desgracia, transcurre entre la holgura,

ignorando la euforia

que encierra la aventura

de hallar de pronto un hueso en la basura.

 

Que si bien se mantiene

igual que un viejo lord de noble cuna

siempre gordo, no tiene

como tú la fortuna

de dialogar de noche con la luna.

Mientras a él las mujeres

le ponen cintas, límpiale los mocos,

tú, vagabundo, eres

–privilegio de pocos–

amigo de los niños y los locos.

 

Y en tanto que él divierte

–estúpido bufón– a las visitas,

a ti da gusto verte

con qué gracia ejercitas

tus dotes de Don Juan con las perritas…

Can corriente y moliente,

nombre nadie te dio, ni eres de casta;

mas tú seguramente

dirás, iconoclasta:

—Soy simplemente perro, y eso basta.

 

La ciudadana escena

cruzas tras tu dietético recurso,

libre de la cadena

del perro de concurso

que ladra como haciendo algún discurso.

 

Y aunque venga un tranvía,

qué diablos, tú atraviesas la calzada

con la filosofía

riente y desenfadada

del que a todo perder no pierde nada.

 

DEDICATORIA

Cuando yo digo el nombre de María,

que para mí es la voz del agua clara,

es como si a los campos me asomara

con la mano de un niño entre la mía.

 

Porque su nombre es campo en lejanía

con mastranteros de fragante vara

y ella en las manos lleva y en la cara

los olores suavísimos del día.

 

Así pues fue el amor, sencillamente,

quien su nombre inscribió sobre mi frente

con cinco letras de melancolía.

 

Y no es mi voz sino el amor quien canta

como espiga sonora en mi garganta

cuando yo digo el nombre de María.

 

RETRATO 1940

Esta figura mía

de tan flaca da ganas de reír:

parece una lección de anatomía

con flux de casimir.

 

Esta figura mía,

toda costillas, sombra y discusiones,

parece una infeliz radiografía

con pantalones.

 

Un incipiente lomo

dobla un poco mi espalda envejecida.

(Yo parezco la sombra de un suicida

y sueño en relación con lo que como).

 

De buscar la tal “luz para el camino”,

a los veinte años tengo ya entrecejo.

(Yo parezco la sombra de un suicida;

cuantos más años pasan, soy más viejo...).

 

Mis manos son dos ramas desprendidas

de un añoso ciprés;

son tan flacas, nudosas, desteñidas,

que parecen dos guantes al revés.

 

Oh, mis manos, raíces carcomidas,

tan largas que me llegan a los pies.

 

¡Esta figura mía

llena de versos, huesos, amargura,

es una complicada antología

de hambre, bilis, amor, literatura

y odio a la barbería!


Cultura Unellez VIPI 36. Poemas de Navidad Aquiles Nazoa (1)

 

La fresca poesía navideña de Aquiles Nazoa  es  herencia poética de Venezuela. En la imagen niñas parranderas de "Renacer La Herrereña", San Carlos, Cojedes



 

ALEGRÍAS PASADAS

¡Qué ligero se van las alegrías!

Lo que hasta ayer nomás fuera ilusión

es ahora, pasados los dos días,

un enorme ratón.

 

La Navidad fue apenas un engaño

vestido –mal vestido– de festejos;

la celebramos porque a fin de año

nos sentimos más viejos,

y en fin de fines es en Pascua cuando

podemos contentarnos con la vida,

pues como un año más se está acabando,

más pronto nos estamos acercando

al portón de salida.

 

¿Cuál es la utilidad de la alegría,

si pasada su efímera dulzura

viene un día y un día y otro día

de luchas y amargura?

 

La Pascua se acabó y sus alegrías

se marchitaron como viejas flores

y se quedaron muchos mostradores

llenos de hallacas frías.

 

DICIEMBRE

Su mirada fulgura

como una espada azul bajo las cejas:

ha llegado diciembre, y se asegura

que vino a enamorar las cosas viejas.

 

Dentro del caserón abandonado

teje un sueño la abuela dulce y buena,

y el piano, tristemente arrinconado,

dice la historia del sillón de Viena.

 

Diciembre va a soñar bajo el alero

su amor con una niña: la mañana,

mientras adentro canta en su ventana

un poeta de agua: el tinajero.

 

El recuerdo es ya solo una violeta

y un papel amarillo,

si este viejo poeta

diciembre hace cantar su caramillo.

 

Y así llega, agitando campanillas

este fauno vestido de etiqueta

–el vino rebosando en las mejillas–

como un viejo doctor que no receta.

Llegó el viejo diciembre, vagabundo;

de su vieja valija

salieron golondrinas; y en el mundo

murieron muchos niños sin cobija.

 

NAVIDAD

Las campanas pascuales

anuncian que salió el Niño Jesús

de las jugueterías celestiales

en un coche de luz.

 

Alegres villancicos

cantan que ya llegó la Nochebuena

–buena para los ricos,

que tienen blando pan para la cena–.

 

Los muchachos que duermen en el suelo

soñarán que Dios baja en patineta

a traerles la luna, desde el cielo

convertida en galleta.

 

Las casas serán ríos de muchachos

y luces y alharacas,

y las calles montones de borrachos

y de hojas de hallacas.

 

Todos celebrarán el nacimiento

llenos de una infantil felicidad…

¡Cuántas pobres en la Maternidad

habrá solas pasando “el mal momento”!

 

Ya se alegra la gente

porque el niño vendrá en carro de plata

(allá estará llorando bajo el puente

un niño que no espera ni el presente

de un carrito de lata).

 

LLEGÓ LA NAVIDAD

La Navidad

viene a poner alegre la ciudad.

 

Unos niños tendrán muchos juguetes,

pastel y gelatina.

Y los otros, los pobres, los zoquetes,

harán trenes con latas de sardinas

y beberán guarapo con harina.

 

Los Pietri, los Minguett, los Calatrava

comerán rico pavo,

mientras otros que están sin un centavo

lo que tienen es pava.

 

Los niños pobres hoy van a soñar

con pelotas, payasos y piñatas ,

y verán desde el cielo aterrizar

un ángel bueno y sucio, en alpargatas,

que los viene a arrullar.

 

Los ricos alzarán un joven pino

como un símbolo verde del misterio

entre el pan y el vino;

y los desheredados del destino

tendrán pinos... pero en el cementerio.

 

La Pascua cantarina

anuncia que llegó la Nochebuena,

y entre tantas hallacas de gallina

Panchito Mandefuá tendrá en la cena

lágrimas y guarapo con harina.

 

La Navidad

viene a poner alegre la ciudad.

 

CUENTO DE NAVIDAD

Al niño todo desaliño

le pregunté: —Dime en dos platos,

hijo, ¿qué quieres tú que el Niño

Jesús te ponga en los zapatos?

No contestó en ninguna forma,

pero me habló por él su abuela:

—Si usted supiera, él se conforma

con que le ponga media suela...


Cultura Unellez VIPI 35. Aquiles Nazoa: La vida en la conquista y la colonia

 

La caída de la tribus originarias permitió el desarrollo del modelo colonial 
impuesto por las calamidades que trajo la conquista española a los nativos. 
Imagen en el archivo de Cultura Unellez VIPI



Caracas. La vida en la conquista y la colonia. Texto de Aquiles Nazoa. (selección de Isaías Medina López)


El contexto  de esta narración se da con la resistencia y muerte de afamados caciques como Guaicaipuro, Paramaconi, Sorocaíma, Tamanaco, Conopoima y Acapropocón. Aquiles  Nazoa anota que “a las calamidades que siguieron, a las grandes hambrunas que les había comportado la dedicación de todos los esfuerzos a la guerra; a las dolorosas emigraciones hacia tierras donde aún esperaban rescatar la libertad; al apocamiento espiritual que conlleva la conciencia de la derrota, a los trabajos y humillaciones de la servidumbre al blanco, vino a sumarse en 1580, como uno de los aliados más pavorosos de la empresa conquistadora, y su complemento más definitivo, una epidemia de viruelas que arrasó con las últimas tribus”. La historia que sigue es la siguiente: 

 

“Levantada sobre ese cimiento de sacrificio nacía la pequeña ciudad. El aliciente de su fundación había sido el oro, pero para aquerenciarse pronto con la tierra tenían allí los forasteros la invitación de uno de esos paisajes en que el hombre se siente llamado a las tareas elementales del sembrador y del pastor. En el Ávila conocían el milagro cromático de un monte que no obstante su elevación y majestad, en lugar de infundirle a la villa esa adustez típica de los lugares montañosos, les resultaba más bien el más generoso proveedor de colores. Por el límite sur bordeábala el largo encaje cristalino del Guaire, suerte de río pastor que venía desde el oeste apacentando dóciles y dilatadas campiñas, las que recorría acariciándolas en un curso sin prisa hasta perderse por el este en una lejanía de valles y colinas azules. Desprendiéndose en blanquísimas caudas desde la gran cumbre podía percibirse a la distancia el rumor de las torrenteras, y aun mirarse en los días claros cómo iban hilando sus aguas a medida que la montaña se resolvía en floresta, hasta dar nacimiento a los tres riachuelos que bajaban de norte a sur: el Caroata, el Catuche, el Anauco, y más lejos todavía, en el extremo este, río de nombre tan hermoso como el Caurimare. Todo el año era gozo de flores y colorido.

En el verano era la explosión roja de los bucares incendiando las campiñas del sur; o eran en la montaña las vastas manchas de oro de los araguaneyes, la sorpresiva nevada de los apamates blancos, la suntuosa femineidad de los morados, todos los colores graduados y servidos sobre la más rica matización del verde, todo como para una gran fiesta de pintores. Con la estación de las lluvias comenzaban a brotar los cundeamores, los yerbazales y árboles se vestían con las flores de Pascua, y en los remansos y pantanos blanqueaba el taburí, esa flor emblemática de la pureza en cuyo nombre inventaron los indígenas la más bella palabra para nombrar el loto. Entre la gran familia circulante de los tucusos, de los cristofué, de los arrendajos, de los capanegras, entre la bulliciosa población ornitológica que por entonces coloreaba los aires de Caracas, aún ejercía su poético señorío el taramayna, especie de padre de la patria de los pájaros del que tomó su nombre la tribu de Paramaconi. Era también el valle próvido en frutas. Por la abundancia de guanábanas que crecía en sus orillas llamaron los indianos Catuche a uno de sus ríos; la de papayas dio origen a la denominación de Los Lechosos con que se nombró otro punto de la ciudad, y de guayabas a la caraqueñísima esquina de Guayabal. Nísperos, mameyes, anones, aguacates, eran el banquete permanente que Caracas prometía en sus grandes fruterías naturales.

Comenzando por los frutos autóctonos de la tierra, cuyo cultivo se habían visto obligados a aprender de los indios en duros días de asedio y de escasez, sistematizaron la siembra de verduras y tubérculos que crecían casi silvestres en el valle. Ingresaron así en su dieta tradicional la batata, la yuca, el ocumo, el mapuey, sólidos alimentos de nombre y rudeza indiana que al asociarse a la gallina, al cochino, a las carnes de cría que ellos habían traído, dieron tempranamente origen a esa forma sustantiva y sabrosa del mestizaje culinario que alcanzó tan noble fama en los sancochos y mondongos de la cocina criolla.

Las muestras de riqueza que daba el valle en la opulencia de sus frutos decidieron en los hispanos su vocación de sembradores. Ya en 1600 en las vegas del Guaire y del Anauco ondulaban las espigas de la cebada, y cosechábanse con abundancia el repollo, las lechugas, los higos, la uva y los membrillos.

Repletos de habas y garbanzos de Caracas salían del recién fundado puerto de La Guaira los barcos para Margarita, Cumaná y Santo Domingo, de donde traían en trueque aceite, vino y telas. Entre 1588 y 1598, nos cuenta Arístides Rojas, llegaron a ser tan generosas las cosechas de trigo en el valle, que la harina se comenzó a exportar a las Antillas y a Cartagena. Desde aquella época hasta tiempos muy recientes gozó Caracas de gran prestigio por la calidad de su pan, tan rico de sabor como variado en sus caprichos de elaboración y aliño. Según su forma, su contextura, su tamaño o su condimento, los panes tradicionales caraqueños se llamaron desde entonces hogaza, butaque, sobado, cuaca, rollete, quesadilla, golfiado, María Luisa, chancleta, orejón y canilla de muerto. Como todavía no producían el azúcar, los panes finos como los alimentos, se endulzaban con miel de panales castrados en el  propio corral de las casas, y a los postres servíanse junto con los mameyes y chirimoyas del país, las manzanas, naranjas y duraznos que ya se habían aclimatado en las tierras de Macarao. Para las arepas y cachapas del desayuno nativo, que ya los españoles se habían acostumbrado a comer con buen avío de queso fresco fabricado en las vaqueras de Catia o de Las Barrancas, se hinchaban a los extremos del valle los copiosos maizales, buenos también para el sustento de las bestias.

La tierra que tan maternalmente los alimentaba servía también para guarecerlos. Formando cuadrilátero alrededor de la explanada que señalaron como Plaza Mayor, levantaron sus primeras casas, ejemplo de un curioso mestizaje arquitectónico en que la técnica indiana del bahareque tramado con caña amarga, se aplicaba al concepto europeo de la distribución de los espacios. Más que de albañilería parecían por su acabado obra de una alfarería rudimentaria.

Eran unas casas esponjadas e hinchonas, con superficies magulladas de abultamientos y redondeces que denunciaban la acción directa de la mano, con paredes que ondulaban al ritmo de los torcidos horcones en que se sostenía su esqueleto; casas que bajo el hirsuto cobertizo de gamelote que les servía de techumbre sugerían desgonzadas carretas de paja puestas en hilera. Por su aspecto general y por sus materiales seguían evocando el primitivismo de la choza indígena; pero contra la diseminación que dispersaba los vecindarios nativos en regueros de viviendas graneadas por los campos, ya aquí los frentes se sucedían racionalmente unos en otros, y de la línea recta que trazaban en conjunto, daban origen espontáneo a ese signo inicial de toda civilización que se llama la calle. En sus interiores se estrenaba la cultura del bahareque en novedades como los corredores con su patio para iluminarlos y ventilarlos, o como sus anchurosas cocinas en que las elementales topias indianas de tres piedras, se reemplazaron por la técnica más racional de la hornilla. Como había necesidad de alojar a los caballos, para entrar con ellos o para sacarlos de la casa sin perturbaciones para la sala, entre el portón de calle y el corredor se edificó el zaguán. Para comunicar la casa con el exterior conservándole al mismo tiempo cerradas sus puertas, se abrieron las ventanas, las que servían simultáneamente como ventiladores, proveedores de luz, y trinchera o garita en los casos de emergencia.

A favor de la inclinación del terreno, abrieron al principio dos largas calles paralelas que comenzaban por el norte en Catuche y llegaban por el sur hasta el Guaire. Una se llamaba la Calle del Mar, porque enlazaba en su extremo septentrional con el camino hacia La Guaira por el Ávila. En ella, cercana a la esquina que después se llamó de La Bolsa, estableció su casa Garci González de Silva. Fue también la calle en una de cuyas esquinas nacería en 1756 Francisco de Miranda. La otra calle se llamaba de San Sebastián porque pasaba por la ermita que levantó Losada en homenaje al santo flechado. El caudal que tenía entonces el Guaire les permitió construir  en el término de una de estas calles, un pequeño puerto al que llegaban en faluchos las legumbres y frutos menores destinados al consumo de la ciudad.

Bajaban también flotando en la corriente, las grandes maderas que desde allí se llevaban en mulas hasta los lugares donde se levantaban las nuevas casas.

Las calles servían a la vez de acueductos: merced a la pendiente continua del suelo, el agua bajaba con facilidad desde el Catuche por acequias tajadas en el medio de la calle, y de allí la tomaban los vecinos en grandes ánforas para llevarla a sus viviendas. Los que vivían más próximos a la corriente pedían “paja de agua”, o sea el derecho de sangrarla en ramales que llegaban directamente a sus huertos y patios. El agua tuvo la virtud de educar a los vecinos en el amor a las tareas de interés colectivo. Cada sector tenía la obligación de conservar en buenas condiciones el tramo de acequia de que se servía.

Tuvo además la de concentrarlos en un núcleo viviendario orgánico y urbanísticamente bien definido –lo que facilita en las ciudades la acción de los servicios públicos– y, finalmente, como el asesor topográfico más experimentado, les señaló con el impulso natural de sus corrientes, la dirección en que podían abrir las nuevas calles. Para mediados de 1636, cuando también se ha construido la Iglesia Mayor, ya al este de la gran plaza han aparecido dos nuevas calles: la de la Otra Banda, llamada después Calle de Catedral, y la de San Jacinto, donde iba a nacer en 1783 Simón Bolívar.

La arquitectura dominante seguía siendo de bahareque y paja cuando llegó a Caracas en 1577 el gobernador don Juan de Pimentel; pero ya se empezaba a trabajar en algunas manzanas con cal, arena y piedra; ya se cocían ladrillos y tejas; ya de los encofrados de madera comenzaban a salir las sólidas tapias que anunciaban la evolución de la aldea provisoria en ciudad estable. Con la llegada de Pimentel se iniciaba una nueva época para Caracas, pues fue aquel el año en que la ciudad fue elevada por real mandato al rango de capital de la Provincia de Venezuela. A pesar de que su administración se vio algunas veces perturbada por los indios que aún quedaban por amansar, Pimentel que no era un guerrero sino un excelente administrador, se dedicó ante todo a estudiar las características humanas, económicas y geográficas del medio en que ejercía su gobierno. Aunque con una prosa que hubiéramos querido más brillante y animada, compuso sobre Caracas un célebre informe al Rey que lo define como el primero de nuestros cronistas de la ciudad; y junto con su informe en el que inventariaba temas como el clima, la arquitectura, la población y la agricultura, levanta el primer mapa-plano de la Provincia de Caracas y de la ciudad de Santiago de León. En su mapa aparece la ciudad como un pequeño tablero de ajedrez compuesto de veinticuatro manzanas perfectamente cuadradas, y el centro ocupado por el gran cuadrado mayor que forma la plaza principal. Cada manzana ha sido calculada para cuatro casas de las cuales ya sesenta y cinco han sido construidas. En estas casas vivían con sus familias los conquistadores que habían entrado con Losada, parte de los pobladores blancos que en los primeros días inmigraron desde Borburata y algunos clérigos y frailes. Con las servidumbres y peonadas indias que vivían en los alrededores de la ciudad, la población sumaba entonces unos dos mil habitantes. El asiento de los poderes y casa de los gobernadores ocupaba el lugar donde hoy se encuentra la Gobernación del Distrito Federal en la esquina del Principal, llamada así porque en el otro ángulo de la esquina se estableció el

cuartel de la Guardia Principal. –Como la ciudad carecía de fondos y además había escasez de fuerzas de trabajo las que estaban casi enteramente dedicadas a las tareas más urgentes de la agricultura y la cría–, a los ciudadanos que incurrían en infracciones de las leyes y ordenanzas, la pena que se les imponía era cortar madera y allegar materiales para la construcción de los edificios públicos. Estas penas las aceptaban sin protestar los pobladores blancos, porque en realidad quienes las pagaban eran los indios que trabajaban para ellos. Para pavimentar los patios de las casas usábanse grandes lajas, para los corredores piedras más pequeñas clavadas de canto en apretadas hileras, y en algunas habitaciones interiores ya aparecían los empanelados de ladrillo; pero el material preferido para el piso de los zaguanes eran los huesos de ganado, los que fijados en la tierra muy juntos y simétricamente con la coyuntura hacia arriba, se combinaban a veces con franjas de redondeadas piedrecitas negras para formar las más dibujadas y relucientes superficies. Único tema de regocijo colectivo, y motivo también para airear sus enmohecidos lujos de guardarropía, eran las fiestas religiosas que de vez en cuando reunían a la población en el centro de la ciudad. Festejadas por campanas, salvas de arcabucería, música de vihuela y gaitas, salían en procesión Santiago el patrón de la ciudad, o San Sebastián acogido por Losada como su protector contra las flechas, o el milagroso San Mauricio, a quien atribuían gran eficacia como santo insecticida. Las procesiones eran un piadoso pretexto para celebrar en la Plaza Mayor sus animados juegos de toros, cañas y cabalgatas, deportes viriles a los que seguían los bailes y pantomimas con máscaras. Las damas vestían para la ocasión sus más señoriales sayas en pesados damascos o tafetanes ornamentados con acuchillamientos y pasamanería de hilos de oro, y los caballeros armonizaban en sus jubones y ropillas, en sus esponjados calzones de terciopelo o de perpetuán, combinaciones dignas de un Velázquez en que los colores eran el verde manzana y el dorado, el negro y rosa seca, el carmesí y el marfil viejo. Y no faltaban en el colorido conjunto los abigarrados cuadros de indios que bailaban en el círculo al son de sus tambores y maracas, ornamentadas las cabezas con plumajes amarillos y rojos. En días de mayor regocijo público como el de Navidad, parece que también se organizaban espectáculos de una elaboración artística más complicada, pues citando a un testigo que no menciona la fecha, cuenta un cronista que por aquellos tiempos se vio aparecer en la Plaza Mayor al capitán Pedro Galeas en un carro alegórico que representaba el vencimiento del Tirano Aguirre.

Después de la plaga de langostas que había arruinado la agricultura en 1574, no experimentaron los pobladores otra calamidad pública que el  incendio que destruyó en 1579 la ermita de San Mauricio; pero en 1580, sin disponer para su defensa de otro recurso que el de las inocentes rogativas a San Pablo, el valle es cruelmente atacado por un mal desconocido y terrible.

Esa fue la epidemia de viruelas que decidió por fin en favor de los españoles la lucha contra los indios, dejando a miles de ellos tendidos por los campos, pero que también diezmó a las tribus ya amansadas y a las familias pobladoras, y al restarle sus mejores brazos a la tierra paralizó la producción.

Para que estas epidemias llevaran a veces sus estragos a magnitudes de hecatombe y tierra arrasada, favorecíanlas no solo su encuentro con vastas comunidades humanas que aún no habían desarrollado sus defensas naturales contra ellas, ni solo la indigencia casi absoluta en que vivían las ciudades en materia de asistencia social, sino el espíritu supersticioso que dominaba en los españoles para enfrentar las plagas y pestes. Casi intactos habían trasladado a América los usos y ritos del creencialismo medieval, que aún prevalecían en la reaccionaria España de Torquemada cuando ya en Italia, Inglaterra y Holanda se abría paso el luminoso cientificismo del Renacimiento. Interpretando las calamidades como explosiones de la ira de Dios, creían ingenuamente poder aplacarlas invocando la abogacía de santos y santas capaces de elevar hasta el colérico Creador su imploración de clemencia. Así las energías colectivas y fondos que pudieran dedicarse a medidas prácticas de sanidad se distraían en procesiones, en misas, en levantamiento de altares y ermitas para los santos elegidos como abogados de la ciudad en momentos de flagelo. El resultado era retardar en el pueblo el advenimiento de una conciencia sanitaria y dilapidarle recursos y cuidados que ha podido dedicar a la preservación de su salud, en el sostenimiento de cultos y supercherías que se multiplicaban con las calamidades. Cada peste y cada plaga tenía su correspondiente antídoto en el santoral, y desde luego cada santo arrastraba su fauna parasitaria de clérigos y cofradías que medraban de la candidez de los devotos. A la plaga de la langosta siguió el culto de San Mauricio; a la de la viruela el de San Pablo; contra el gusano del trigo se erigió el de San Jorge; contra los parásitos que arruinaban el cacao, el de Nuestra Señora de las Mercedes; se invocaba a la Virgen de la Copacabana contra las sequías, a las del Rosario y de las Mercedes contra los terremotos, y a San Nicolás de Tolentino contra los ratones que se comían las sementeras. Hasta para preservar a las gallinas de la enfermedad llamada pepita tenían en todas las casas una peana con la imagen de Santa Rosita de Viterbo. Para conjurar las centellas en los días de tempestad se colocaba en el medio de los patios una cruz de palma bendita puesta sobre un plato de agua.

  


jueves, 8 de octubre de 2020

Cultura Unellez-VIPI 34. El origen de la música. Aquiles Nazoa

 

Imagen en el archivo de Beto Mirabal




Nota: el presente texto está conformado por fragmentos del ensayo “LA VIDA DE LA MÚSICA  Y SUS INSTRUMENTOS” de Aquiles Nazoa, publicado en su antología “Las cosas más sencillas”,  Caracas, 1972. Esperamos sea de su interés.

Gracias por su visita.

Isaías Medina López

Coordinador.

 

¿Por qué hace música el hombre? ¿Qué necesidades o qué emociones lo impulsaron a manifestarse en la expresión musical? ¿De qué parte o de cuál mecanismo de su ser  le sale al hombre la música?

La música, en sus orígenes, se asocia a la necesidad de comunicación entre los hombres, y en tal sentido es seguramente anterior a la palabra. Para avisarse de los peligros, para llamar a su hembra, para convocar a los iguales en las tareas que exigían la concurrencia colectiva, el hombre primitivo disponía del ululato, del grito salvaje al que a la vez para diferenciarlo del de los otros animales, y para imprimirle una significación en  cada caso, debía imponerle una entonación, una modulación y una medida: así nació la música. Todavía en muchas regiones selváticas de América y África, en las regiones montañosas de los Estados Unidos y en  el Tirol especialmente, se oyen ondulando por las distancias, esas ululaciones que han traído hasta nuestro tiempo las formas elementales del canto. Sirvió también la voz humana, entonada y modulada, como coadyuvante en las tareas de la caza, en función de imitar el reclamo de los animales para atraerlos al cazador; y no sólo para seducirlos por imitación, sino para amansarlos y cautivarlos por el poder sugestivo de la cadencia melódica, como lo siguen haciendo los vaqueros con sus manadas de reses o en el ordeño, o como lo hace en el folklore cinegético de Venezuela ese personaje mágico que es el silbador de iguanas, docto en traer vivo hasta sus manos al reptil, previo un larguísimo rato, silbándole monótonamente al pie del árbol.

Inventó pues el hombre la música como medio de comunicación y de trabajo, y al propio tiempo se descubrió a sí mismo como el primero de sus instrumentos musicales. Las manos ahuecadas alrededor de la boca, proyectaron su voz; entrechocadas en el palmoteo, le proporcionaron el primer instrumento acompañante. Asociadas la voz y las manos al ritmo natural de la marcha, nació la danza, forma visible de la música. En el rumor del viento recogido en las playas por los caracoles vacíos, descubrieron los habitantes de los litorales el más antiguo de los instrumentos de aliento. Simultáneamente hicieron el mismo descubrimiento en el cuerno de algún animal muerto, los que vivían en las regiones mediterráneas. (Aún quedan entre los descendientes de la raza guaiquerí, en el oriente venezolano, marineros y pescadores que son verdaderos virtuosos del caracol llamado guarura; todavía se ven por nuestros campos cazadores que usan el cuerpo para orientar a sus jaurías). Trasladado el principio de los caracoles y de los cuernos a los bambúes, a los carrizos, a las delgadas cañas cuyo corazón se pudría a la orilla de los ríos, origináronse los pitos y las flautas. De las calabazas caídas que se secaban al sol con las semillas adentro, nació la idea de las sonajeras y maracas. El entrechocar rítmico de dos palitos bien duros, cortos, regordetes y cilíndricos, define ese remotísimo antecedente de las castañuelas que es clave, ese instrumento de dos miembros tan característico hoy de la música afroantillana, y cuyo sonido tipificó la metáfora inmortal de García Lorca como “gota de madera”. Fácil es adivinar cómo nacieron los tambores, antiguos como la antigüedad de la música misma, el más simple, acaso, de los instrumentos musicales, pero el único que exterioriza, de una manera directa, todas aquellas fuerzas interiores que el hombre siente exaltadas cuando está en disposición de crear, o sea el ritmo de su sangre, los latidos de su pulso, la respiración de sus pulmones y el batir de su corazón.

El hombre comienza a ser artista en el momento en que deja de ver el mundo como un motivo de lucha animal, como guarida o como madriguera de su hambre y de su urgencia sexual, para empezar a sentirlo como un misterio. En el avance severo de la noche al fin de cada día, lo abate la incertidumbre; en cada amanecer lo ilumina una nueva esperanza; con el paso de las estaciones contrae el sentido del tiempo, y con él la angustia ante la certeza de que va a morir. Siente en las desoladas noches repercutir los latidos de su corazón en el lejano palpitar de los astros; siente, frente a las infinitas lejanías marinas, un ansia inefable de liberarse a esa distancia misteriosa. De esas emociones surgen en los tiempos primitivos los graves y melancólicos cantos en el atardecer, coros gimientes, elegíacos y solemnes, en cuya evocación inspira Wagner los cósmicos acentos de su canción a la Estrella de la Tarde.

No se sabe en qué período de su historia comenzó a cantar el hombre, pero sin duda debió ser cuando sus necesidades elementales se sublimaron en emociones, cuando sus emociones cobraron los nombres de alegría, de llanto, de ternura, de muda contemplación de su destino.

Servíanle al hombre primitivo sus instrumentos rudimentarios para satisfacer elementales necesidades de comunicación y movimiento, mas no para expresar lo profundo de su sentimentalidad, ni su inteligencia realzada por la conquista de la palabra, ni su sensibilidad afinada por la vecindad de las flores, de los pájaros, del agua. Así pues multiplicó el hombre las posibilidades sonoras de la flauta; juntando varias entre sí de mayor a menor como los dedos de una mana, quedó inventada la zampoña. Intuitivamente dejaba establecido con la invención de este nuevo instrumento, uno de los principios capitales de la música, a saber, que con las longitudes varían los sonidos. Es la zampoña uno de los instrumentos de más rancia tradición en la historia de la música. La mitología griega le atribuye su invención al dios Pan, deidad representativa de la naturaleza, mitad hombre y mitad macho cabrío, que recorría los campos acompañando con su instrumento las danzas de las ninfas. Por eso llámase también la zampoña flauta de Pan. Hoy sigue siendo el instrumento nacional de los pueblos altiplánicos, Bolivia y el Perú, y de ella se originó, en Europa, el majestuoso instrumento en que esplendió la figura de Juan Sebastián Bach: el órgano.


jueves, 1 de octubre de 2020

Cultura Unellez-VIPI 33. La resistencia indígena y el cacique Guaicaipuro. Aquiles Nazoa

 

Imagen en el archivo de Cultura Unellez VIPI





El siguiente enlace se nutre con fragmentos seleccionados del ensayo  “Los primeros tiempos de Caracas”, del  notable escritor venezolano Aquiles Nazoa, como un sencillo, pero sentido homenaje al conmemorarse los 100 años de su natalicio. Las marcas en negritas, indicadas con asterisco  son un aporte nuestro.

Gracias por su visita.

Isaías Medina López.

 

*Contexto. Más que la suplantación de una cultura por otra, como fueron las conquistas de México o del Perú, la conquista de nuestras tierras del Caribe se planteó a los españoles en los términos de una lucha entre el hombre y la naturaleza en su más primitiva elementalidad. Lo que encontraron fue un mundo virgen, regido por el sol y las aguas, donde los seres humanos eran otra fuerza ciega de la tierra como las tempestades y como las fieras; donde la lengua que se hablaba se confundía con los ruidos de la naturaleza, y los hombre tenían los mismos nombres que las plantas, los ríos, los insectos y los pájaros.

Sometida y catequizada una tribu, ya a la vuelta de una ceja de monte les esperaba otra, y a la cabeza de ella su cacique, rodeado por su cohorte de flecheros, rey y señor del pequeño pedazo de mundo por el que estaba dispuesto a morir con su pueblo. Tribus nómadas, tribus sembradoras, tribus guerreras y nombres de caciques multiplicábanse en el paisaje a medida que se recorrían las distancias.

Defendidos por sus montañas, favorecida su naturaleza por la abundancia de aguas mansas y por la proximidad del mar, integrando la comunidad aborigen más numerosa del país, vivían en el norte de Venezuela los tarmas, los mariches, los teques, los aruacos, los taramaynas, los caracas, cada tribu en su pañizuelo de tierra o en su hilo de costa, y a su cabeza bravos capitanes  que se llamaban con nombres alusivos a la guerra o al paisaje como Sunaguta, Guaicamacuto, Paramaconi, Tamanaco…

Pedro de Miranda, el nuevo Teniente de Gobernador y Capitán General exploró las tierras de los caracas siempre apuntando hacia las minas de oro localizadas en tierras que Guaicaipuro había hecho inexpugnables, le encareció al gobernador el envío de gentes experimentadas capaces no solo de conquistarlas, sino de afirmar su conquista. Nombró entonces Pablo Collado para esa empresa a Juan Rodríguez Suárez, el fundador de Mérida, llamado por causa de su vistosa vestimenta, El Caballero de la Capa Roja.

*Guaicaipuro y Juan Rodríguez Suárez. Era el año de 1560 cuando Rodríguez Suárez, acompañado por tres de sus hijos, todavía niños, y con treinta y cinco hombres, penetró en las tierras de los teques sin encontrar resistencia. Allí le salieron al paso Guaicaipuro y sus flecheros, obligando el español al bravo cacique a pedirle la paz después de varios recios combates.

Sin advertir que la paz pedida solo entrañaba una maniobra de tregua estratégica, dejó Rodríguez Suárez, junto con sus tres niños, algunas gentes de laboreo en las minas de San Pedro de los Altos, y siguió por los valles del Tuy la ruta de Caracas.

Al llegar al Valle de San Francisco se enteraba Rodríguez Suárez por un sobreviviente del desastre, de que en las minas de San Pedro se había producido un asalto de Guaicaipuro, y que además de los hombres de laboreo los tres niños habían sido degollados. Deshecho de dolor, pero colérico y vengativo, corre Rodríguez Suárez a la ciudad de El Collado a aconsejarse con Fajardo acerca de cómo organizar una incursión de escarmiento a Guaicaipuro. Mas ya para entonces las tribus se han agrupado en lo que en el lenguaje político de hoy llamaríamos un gran frente nacional, con Guaicaipuro como jefe máximo.

Y mientras Rodríguez conferencia con Fajardo, cae sobre el hato de San Francisco, Paramaconi, cacique de los taramaynas y capitán de Guaicaipuro,  e incendia la ranchería, flecha el ganado y siembra el pavor entre los hombres. Estos sin embargo resisten, y habiendo logrado una momentánea retirada de Paramaconi, se encontraban recogiendo los restos del aprisco y restaurando los humeantes ranchos, cuando vino a sorprenderlos un nuevo ataque de seiscientos flecheros acaudillados por el tenaz cacique, poniéndolos en fuga hacia el mar, mientras a sus espaldas se enciende el cielo de Caracas con las llamas del nuevo incendio, y las distancias se pueblan de angustiosos mugidos. En su desalada fuga se encuentran los hombres por el camino con Rodríguez Suárez que viene de regreso, y enterado de lo ocurrido los arenga vigorosamente a no aceptar la derrota y a volver a la heredad tan fatigosamente conquistada.

Después de una lucha cuerpo a cuerpo con Paramaconi que al acometerlo cerca de las lomas de Caroata le dejó herido, recibió Rodríguez Suárez la noticia de que el Tirano Aguirre había desembarcado en Borburata. Para hacerle frente a aquella figura diabólica de nuestra historia, fuerza anarquizada de la Conquista española, resuelve Rodríguez Suárez aplazar sus operaciones de venganza contra Guaicaipuro y partir inmediatamente hacia Valencia en compañía de seis hombres. Remontaban la altura llamada de Las Lagunetas en la región de Los Teques, cuando se vieron enfrentados por un enorme ejército de flecheros de Terepaima, otro de los lugartenientes de Guaicaipuro, mientras Guaicaipuro mismo a la cabeza de otra multitud les cortaba la retirada por la espalda. Procurando compensar, con la ventaja que les daban sus caballos, con la eficacia de sus partesanas, sus mosquetes, sus arcabuces con bala de piedra, de sus alabardas y sus sables, la superioridad numérica de la lluvia de flechas que caía sobre ellos, dieron aquellos siete hombres solos la más heroica batalla que recuerda la historia venezolana. Habiendo logrado parapetarse debajo de un peñón de la montaña, luego de pasar una noche bajo aquel amparo decidieron al amanecer abrirse camino con la espada. Pero estaban demasiado cansados y sedientos. El último en caer vencido fue Juan Rodríguez Suárez que, cediendo a la fatiga, se sentó en el tronco de un árbol caído y allí quedó muerto, siendo desolladas su barba y su cabellera y tomadas por los indios como trofeo.

A la muerte de tan animoso capitán, a la táctica de los indios de coordinar todas sus acciones subordinándolas a la estrategia de un comando único.  Allí asumió la vanguardia de sus tropas don Diego de Losada. Ya para entonces sonaban en el seno de la montaña los ululantes fotutos de guerra, y comenzaban a blanquear aquí y allá los hilos de humo mediante los cuales unas tribus se avisaban a otras la proximidad del enemigo. Poco después llovía sobre los expedicionarios la primera granizada de flechas.

* Losada contra Guaicaipuro. Acaso sorprendidos los indios por la cuantía de los invasores, debieron dejarlos pasar después de sufrir grandes destrozos bajo la acometida de los arcabuceros. El 26 de marzo de 1567, contempla Losada desde las alturas de San Pedro el fastuoso espectáculo de los guerreros de Guaicaipuro que venían a su encuentro. Empenachados con plumajes de los más lujosos colores y acaudillados por sus graves caciques, con bullicio y entusiasmo que parecía de fiesta, allí lo aguardaban para darle combate los tarmas, los mariches, los teques, los aruacos.

Losada, aconsejado por la prudencia, duda un instante; mas vence en él su espíritu guerrero, y al grito de ¡Santiago!, arremete con furia al enemigo; lo siguen los jinetes, causando tal estrago con las lanzas, que queda derrotada la vanguardia india. Los tarmas y mariches valerosos resisten el empuje de la caballería, dando tiempo a que se rehagan los desbandados teques; avanzan los infantes españoles haciendo con sus espadas terrible carnicería sobre los desnudos cuerpos de los indios y estos arrojan sobre ellos tal número de flechas que cubrían el cielo al dispararlas. Todo es confusión, sangre y gritos de rabia y de dolor; los dos ejércitos combaten con denuedo; pero entre ambos comienzan a ceder a la fatiga, cuando Ponce de León, Galeas, Infante, Alonso Andrea, Sebastián Díaz, Diego de Paradas, Juan de Gámez, García Camacho y Juan Serrano, ladeando una colina atacan por la espalda al enemigo; a tiempo que Losada, advertido del peligro, los anima gritando: ¡Ahora, valerosos españoles, es el momento de conseguir el triunfo que nos ofrece la victoria!, renovándose el ataque con tal brío que el fiero Guaicaipuro, el que a todos anima dando ejemplo de inaudito valor, tinto en su propia sangre y la enemiga, temeroso de perder todas sus huestes, ordena la retirada dejando paso libre al vencedor.

*Tácticas de Guaicaipuro. Aunque técnicamente inferiores para la guerra, contaban las tribus con una superioridad numérica que les permitía liquidarlos por agotamiento. Por diez indios que caían en un lugar, ya en otro aparecía el tumulto de otros cien que venían a vengarlos. Y simultáneamente con presentarles combate abierto les asaeteaban taimadamente los caballos, les envenenaban el agua, les erizaban el terreno de púas y estacas envenenadas, arrasaban con los alimentos del campo, los mantenían insomnes con el rumor de sus fotutos y tambores entenebreciendo las interminables noches. Con la eficacia diabólica de una moderna organización terrorista, multiplicados por toda la comarca en infinitos grupos, les tendían emboscadas, los enloquecían con operaciones de distracción, y forzándolos a mantenerse siempre juntos (porque una de las técnicas de la estrategia indiana era la de la cayapa), les inmovilizaban toda iniciativa basada en la distribución del trabajo.

*Fundación de Caracas. Fundó don Diego la ciudad en el sitio que su circunstancia de conquistador asediado le permitía mantenerse a prudente equidistancia de los mariches, de los chacaos, de los taramaynas, de las tribus que vigilaban desde los cuatro horizontes... la inmensa y más agresiva masa indígena, cuya disposición de resistencia tenía su aliciente mayor en la figura del gran Guaicaipuro, ante los agasajos y solicitaciones amistosas del español se mantenían en la más cerrada intransigencia.

La gran batalla. En la operación de más vastos alcances que en aquellos tiempos intentaron las tribus por desalojar de su valle a los españoles, a comienzos de 1568 tuvo lugar en la explanada de Maracapana, hoy Catia, una magna asamblea de caciques que en conjunto representaban, a diez mil indios. Acordando por unanimidad poner la operación bajo el comando supremo de Guaicaipuro, coordinaron con suma cautela y en el mayor secreto una de esas batidas de arrasamiento total y en movimiento relámpago que en el lenguaje de la guerra moderna llamaríamos una blitzkrieg. Pero en las vísperas mismas del momento señalado para el ataque, recelando Guaicaipuro por equivocados indicios que la conjura había sido descubierta por los españoles, optó por replegarse con sus gentes y abstenerse de concurrir al combate. Aunque desmoralizados y en parte desbandados por la ausencia del brillante jefe, de todos modos arremetieron las enardecidas masas de los otros caciques contra la ciudad. Los españoles hasta entonces no habían enfrentado una acometida de semejante magnitud, pero el desconcierto, la dilación y vacilaciones que siguieron entre la indiada a la abstención de Guaicaipuro, le habían dado ya suficiente tiempo a Diego de Losada para disponer sus defensas. La propia táctica de los indios de acometer al enemigo ciega y tumultuariamente en el pequeño espacio de que disponían, sumada a la de los españoles de soltar sus caballos a la desbocada sobre los nutridos tumultos, resolvió la batalla en hecatombe de tribus enteras y dolorosa huida de indios heridos. De los caciques más valerosos solo quedó en el campo Tiuna, quien murió increpando al propio Diego de Losada para que se enfrentara con él en lid de cuerpo a cuerpo.

*Reacción española. Tranquilizadas por lo pronto las tribus después de tan sangrienta derrota, la breve pausa que siguió en las tareas guerreras permitió a los conquistadores emprender la construcción de viviendas, abrir accesos fáciles al agua y emprender el cultivo de la tierra para proveer la alimentación.

Y como el más estimulante ejemplo para los indios de lo que los españoles eran capaces de hacer con los pueblos a que sojuzgaban, junto con los animales de trabajo, con las herramientas y con las mercancías, comenzaron también a llegar a Caracas los primeros esclavos negros.

*La muerte de Guaicaipuro. Aunque el egregio cacique había dejado de guerrear y reposaba con sus flecheros, era evidente para Losada que la figura de aquel obstinado campeón de la resistencia seguía siendo un símbolo y un ejemplo para los indios. Como después no volverán a hacerlo sino los comandantes nazis en los países ocupados, se le ocurre entonces a don Diego instaurarle a Guaicaipuro un juicio sumario en que lo acusaba del “delito de rebelión”. ¡Curiosa manera de calificar un extranjero invasor, la legítima resistencia a ser esclavizado que le opone un hijo del país invadido! Entre  las llamas de que lo cercan en su casa los ochenta esbirros que vienen con el mandato de secuestrarlo, tasajeado su cuerpo por las alabardas españolas, muere el gallardo Guaicaipuro peleando su más hermosa batalla. Al caer empuñaba la misma espada con que dos años antes había caído ante él, El Caballero de la Capa Roja. Fieles a su capitán hasta el último instante, combatiendo a su lado fueron rindiendo uno a uno la vida sus veintiséis flecheros.

No había errado la astucia de Diego de Losada. Quebrantada la moral indiana en la significación más sustantiva de su vitalidad y de su fuerza, a la muerte de Guaicaipuro siguió un inmenso desaliento en las tribus; siguió ese estado de ensimismamiento en que el indio solitario, acurrucado en la cresta de un ventisquero, se queda largas horas interrogando en silencio los signos del lejano paisaje. Como si con Guaicaipuro hubiera muerto en ellos la voluntad de lucha, el sentido de la vida, la vocación ínsita del hombre para la libertad, a más de rendir las armas muchos, de todas las colinas comenzaron a bajar los silenciosos rebaños de indios que venían a entregársele sumisamente al encomendero. Pudo entonces repartir las tierras el victorioso don Diego de Losada.