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jueves, 29 de octubre de 2020

Cultura Unellez VIPI 35. Aquiles Nazoa: La vida en la conquista y la colonia

 

La caída de la tribus originarias permitió el desarrollo del modelo colonial 
impuesto por las calamidades que trajo la conquista española a los nativos. 
Imagen en el archivo de Cultura Unellez VIPI



Caracas. La vida en la conquista y la colonia. Texto de Aquiles Nazoa. (selección de Isaías Medina López)


El contexto  de esta narración se da con la resistencia y muerte de afamados caciques como Guaicaipuro, Paramaconi, Sorocaíma, Tamanaco, Conopoima y Acapropocón. Aquiles  Nazoa anota que “a las calamidades que siguieron, a las grandes hambrunas que les había comportado la dedicación de todos los esfuerzos a la guerra; a las dolorosas emigraciones hacia tierras donde aún esperaban rescatar la libertad; al apocamiento espiritual que conlleva la conciencia de la derrota, a los trabajos y humillaciones de la servidumbre al blanco, vino a sumarse en 1580, como uno de los aliados más pavorosos de la empresa conquistadora, y su complemento más definitivo, una epidemia de viruelas que arrasó con las últimas tribus”. La historia que sigue es la siguiente: 

 

“Levantada sobre ese cimiento de sacrificio nacía la pequeña ciudad. El aliciente de su fundación había sido el oro, pero para aquerenciarse pronto con la tierra tenían allí los forasteros la invitación de uno de esos paisajes en que el hombre se siente llamado a las tareas elementales del sembrador y del pastor. En el Ávila conocían el milagro cromático de un monte que no obstante su elevación y majestad, en lugar de infundirle a la villa esa adustez típica de los lugares montañosos, les resultaba más bien el más generoso proveedor de colores. Por el límite sur bordeábala el largo encaje cristalino del Guaire, suerte de río pastor que venía desde el oeste apacentando dóciles y dilatadas campiñas, las que recorría acariciándolas en un curso sin prisa hasta perderse por el este en una lejanía de valles y colinas azules. Desprendiéndose en blanquísimas caudas desde la gran cumbre podía percibirse a la distancia el rumor de las torrenteras, y aun mirarse en los días claros cómo iban hilando sus aguas a medida que la montaña se resolvía en floresta, hasta dar nacimiento a los tres riachuelos que bajaban de norte a sur: el Caroata, el Catuche, el Anauco, y más lejos todavía, en el extremo este, río de nombre tan hermoso como el Caurimare. Todo el año era gozo de flores y colorido.

En el verano era la explosión roja de los bucares incendiando las campiñas del sur; o eran en la montaña las vastas manchas de oro de los araguaneyes, la sorpresiva nevada de los apamates blancos, la suntuosa femineidad de los morados, todos los colores graduados y servidos sobre la más rica matización del verde, todo como para una gran fiesta de pintores. Con la estación de las lluvias comenzaban a brotar los cundeamores, los yerbazales y árboles se vestían con las flores de Pascua, y en los remansos y pantanos blanqueaba el taburí, esa flor emblemática de la pureza en cuyo nombre inventaron los indígenas la más bella palabra para nombrar el loto. Entre la gran familia circulante de los tucusos, de los cristofué, de los arrendajos, de los capanegras, entre la bulliciosa población ornitológica que por entonces coloreaba los aires de Caracas, aún ejercía su poético señorío el taramayna, especie de padre de la patria de los pájaros del que tomó su nombre la tribu de Paramaconi. Era también el valle próvido en frutas. Por la abundancia de guanábanas que crecía en sus orillas llamaron los indianos Catuche a uno de sus ríos; la de papayas dio origen a la denominación de Los Lechosos con que se nombró otro punto de la ciudad, y de guayabas a la caraqueñísima esquina de Guayabal. Nísperos, mameyes, anones, aguacates, eran el banquete permanente que Caracas prometía en sus grandes fruterías naturales.

Comenzando por los frutos autóctonos de la tierra, cuyo cultivo se habían visto obligados a aprender de los indios en duros días de asedio y de escasez, sistematizaron la siembra de verduras y tubérculos que crecían casi silvestres en el valle. Ingresaron así en su dieta tradicional la batata, la yuca, el ocumo, el mapuey, sólidos alimentos de nombre y rudeza indiana que al asociarse a la gallina, al cochino, a las carnes de cría que ellos habían traído, dieron tempranamente origen a esa forma sustantiva y sabrosa del mestizaje culinario que alcanzó tan noble fama en los sancochos y mondongos de la cocina criolla.

Las muestras de riqueza que daba el valle en la opulencia de sus frutos decidieron en los hispanos su vocación de sembradores. Ya en 1600 en las vegas del Guaire y del Anauco ondulaban las espigas de la cebada, y cosechábanse con abundancia el repollo, las lechugas, los higos, la uva y los membrillos.

Repletos de habas y garbanzos de Caracas salían del recién fundado puerto de La Guaira los barcos para Margarita, Cumaná y Santo Domingo, de donde traían en trueque aceite, vino y telas. Entre 1588 y 1598, nos cuenta Arístides Rojas, llegaron a ser tan generosas las cosechas de trigo en el valle, que la harina se comenzó a exportar a las Antillas y a Cartagena. Desde aquella época hasta tiempos muy recientes gozó Caracas de gran prestigio por la calidad de su pan, tan rico de sabor como variado en sus caprichos de elaboración y aliño. Según su forma, su contextura, su tamaño o su condimento, los panes tradicionales caraqueños se llamaron desde entonces hogaza, butaque, sobado, cuaca, rollete, quesadilla, golfiado, María Luisa, chancleta, orejón y canilla de muerto. Como todavía no producían el azúcar, los panes finos como los alimentos, se endulzaban con miel de panales castrados en el  propio corral de las casas, y a los postres servíanse junto con los mameyes y chirimoyas del país, las manzanas, naranjas y duraznos que ya se habían aclimatado en las tierras de Macarao. Para las arepas y cachapas del desayuno nativo, que ya los españoles se habían acostumbrado a comer con buen avío de queso fresco fabricado en las vaqueras de Catia o de Las Barrancas, se hinchaban a los extremos del valle los copiosos maizales, buenos también para el sustento de las bestias.

La tierra que tan maternalmente los alimentaba servía también para guarecerlos. Formando cuadrilátero alrededor de la explanada que señalaron como Plaza Mayor, levantaron sus primeras casas, ejemplo de un curioso mestizaje arquitectónico en que la técnica indiana del bahareque tramado con caña amarga, se aplicaba al concepto europeo de la distribución de los espacios. Más que de albañilería parecían por su acabado obra de una alfarería rudimentaria.

Eran unas casas esponjadas e hinchonas, con superficies magulladas de abultamientos y redondeces que denunciaban la acción directa de la mano, con paredes que ondulaban al ritmo de los torcidos horcones en que se sostenía su esqueleto; casas que bajo el hirsuto cobertizo de gamelote que les servía de techumbre sugerían desgonzadas carretas de paja puestas en hilera. Por su aspecto general y por sus materiales seguían evocando el primitivismo de la choza indígena; pero contra la diseminación que dispersaba los vecindarios nativos en regueros de viviendas graneadas por los campos, ya aquí los frentes se sucedían racionalmente unos en otros, y de la línea recta que trazaban en conjunto, daban origen espontáneo a ese signo inicial de toda civilización que se llama la calle. En sus interiores se estrenaba la cultura del bahareque en novedades como los corredores con su patio para iluminarlos y ventilarlos, o como sus anchurosas cocinas en que las elementales topias indianas de tres piedras, se reemplazaron por la técnica más racional de la hornilla. Como había necesidad de alojar a los caballos, para entrar con ellos o para sacarlos de la casa sin perturbaciones para la sala, entre el portón de calle y el corredor se edificó el zaguán. Para comunicar la casa con el exterior conservándole al mismo tiempo cerradas sus puertas, se abrieron las ventanas, las que servían simultáneamente como ventiladores, proveedores de luz, y trinchera o garita en los casos de emergencia.

A favor de la inclinación del terreno, abrieron al principio dos largas calles paralelas que comenzaban por el norte en Catuche y llegaban por el sur hasta el Guaire. Una se llamaba la Calle del Mar, porque enlazaba en su extremo septentrional con el camino hacia La Guaira por el Ávila. En ella, cercana a la esquina que después se llamó de La Bolsa, estableció su casa Garci González de Silva. Fue también la calle en una de cuyas esquinas nacería en 1756 Francisco de Miranda. La otra calle se llamaba de San Sebastián porque pasaba por la ermita que levantó Losada en homenaje al santo flechado. El caudal que tenía entonces el Guaire les permitió construir  en el término de una de estas calles, un pequeño puerto al que llegaban en faluchos las legumbres y frutos menores destinados al consumo de la ciudad.

Bajaban también flotando en la corriente, las grandes maderas que desde allí se llevaban en mulas hasta los lugares donde se levantaban las nuevas casas.

Las calles servían a la vez de acueductos: merced a la pendiente continua del suelo, el agua bajaba con facilidad desde el Catuche por acequias tajadas en el medio de la calle, y de allí la tomaban los vecinos en grandes ánforas para llevarla a sus viviendas. Los que vivían más próximos a la corriente pedían “paja de agua”, o sea el derecho de sangrarla en ramales que llegaban directamente a sus huertos y patios. El agua tuvo la virtud de educar a los vecinos en el amor a las tareas de interés colectivo. Cada sector tenía la obligación de conservar en buenas condiciones el tramo de acequia de que se servía.

Tuvo además la de concentrarlos en un núcleo viviendario orgánico y urbanísticamente bien definido –lo que facilita en las ciudades la acción de los servicios públicos– y, finalmente, como el asesor topográfico más experimentado, les señaló con el impulso natural de sus corrientes, la dirección en que podían abrir las nuevas calles. Para mediados de 1636, cuando también se ha construido la Iglesia Mayor, ya al este de la gran plaza han aparecido dos nuevas calles: la de la Otra Banda, llamada después Calle de Catedral, y la de San Jacinto, donde iba a nacer en 1783 Simón Bolívar.

La arquitectura dominante seguía siendo de bahareque y paja cuando llegó a Caracas en 1577 el gobernador don Juan de Pimentel; pero ya se empezaba a trabajar en algunas manzanas con cal, arena y piedra; ya se cocían ladrillos y tejas; ya de los encofrados de madera comenzaban a salir las sólidas tapias que anunciaban la evolución de la aldea provisoria en ciudad estable. Con la llegada de Pimentel se iniciaba una nueva época para Caracas, pues fue aquel el año en que la ciudad fue elevada por real mandato al rango de capital de la Provincia de Venezuela. A pesar de que su administración se vio algunas veces perturbada por los indios que aún quedaban por amansar, Pimentel que no era un guerrero sino un excelente administrador, se dedicó ante todo a estudiar las características humanas, económicas y geográficas del medio en que ejercía su gobierno. Aunque con una prosa que hubiéramos querido más brillante y animada, compuso sobre Caracas un célebre informe al Rey que lo define como el primero de nuestros cronistas de la ciudad; y junto con su informe en el que inventariaba temas como el clima, la arquitectura, la población y la agricultura, levanta el primer mapa-plano de la Provincia de Caracas y de la ciudad de Santiago de León. En su mapa aparece la ciudad como un pequeño tablero de ajedrez compuesto de veinticuatro manzanas perfectamente cuadradas, y el centro ocupado por el gran cuadrado mayor que forma la plaza principal. Cada manzana ha sido calculada para cuatro casas de las cuales ya sesenta y cinco han sido construidas. En estas casas vivían con sus familias los conquistadores que habían entrado con Losada, parte de los pobladores blancos que en los primeros días inmigraron desde Borburata y algunos clérigos y frailes. Con las servidumbres y peonadas indias que vivían en los alrededores de la ciudad, la población sumaba entonces unos dos mil habitantes. El asiento de los poderes y casa de los gobernadores ocupaba el lugar donde hoy se encuentra la Gobernación del Distrito Federal en la esquina del Principal, llamada así porque en el otro ángulo de la esquina se estableció el

cuartel de la Guardia Principal. –Como la ciudad carecía de fondos y además había escasez de fuerzas de trabajo las que estaban casi enteramente dedicadas a las tareas más urgentes de la agricultura y la cría–, a los ciudadanos que incurrían en infracciones de las leyes y ordenanzas, la pena que se les imponía era cortar madera y allegar materiales para la construcción de los edificios públicos. Estas penas las aceptaban sin protestar los pobladores blancos, porque en realidad quienes las pagaban eran los indios que trabajaban para ellos. Para pavimentar los patios de las casas usábanse grandes lajas, para los corredores piedras más pequeñas clavadas de canto en apretadas hileras, y en algunas habitaciones interiores ya aparecían los empanelados de ladrillo; pero el material preferido para el piso de los zaguanes eran los huesos de ganado, los que fijados en la tierra muy juntos y simétricamente con la coyuntura hacia arriba, se combinaban a veces con franjas de redondeadas piedrecitas negras para formar las más dibujadas y relucientes superficies. Único tema de regocijo colectivo, y motivo también para airear sus enmohecidos lujos de guardarropía, eran las fiestas religiosas que de vez en cuando reunían a la población en el centro de la ciudad. Festejadas por campanas, salvas de arcabucería, música de vihuela y gaitas, salían en procesión Santiago el patrón de la ciudad, o San Sebastián acogido por Losada como su protector contra las flechas, o el milagroso San Mauricio, a quien atribuían gran eficacia como santo insecticida. Las procesiones eran un piadoso pretexto para celebrar en la Plaza Mayor sus animados juegos de toros, cañas y cabalgatas, deportes viriles a los que seguían los bailes y pantomimas con máscaras. Las damas vestían para la ocasión sus más señoriales sayas en pesados damascos o tafetanes ornamentados con acuchillamientos y pasamanería de hilos de oro, y los caballeros armonizaban en sus jubones y ropillas, en sus esponjados calzones de terciopelo o de perpetuán, combinaciones dignas de un Velázquez en que los colores eran el verde manzana y el dorado, el negro y rosa seca, el carmesí y el marfil viejo. Y no faltaban en el colorido conjunto los abigarrados cuadros de indios que bailaban en el círculo al son de sus tambores y maracas, ornamentadas las cabezas con plumajes amarillos y rojos. En días de mayor regocijo público como el de Navidad, parece que también se organizaban espectáculos de una elaboración artística más complicada, pues citando a un testigo que no menciona la fecha, cuenta un cronista que por aquellos tiempos se vio aparecer en la Plaza Mayor al capitán Pedro Galeas en un carro alegórico que representaba el vencimiento del Tirano Aguirre.

Después de la plaga de langostas que había arruinado la agricultura en 1574, no experimentaron los pobladores otra calamidad pública que el  incendio que destruyó en 1579 la ermita de San Mauricio; pero en 1580, sin disponer para su defensa de otro recurso que el de las inocentes rogativas a San Pablo, el valle es cruelmente atacado por un mal desconocido y terrible.

Esa fue la epidemia de viruelas que decidió por fin en favor de los españoles la lucha contra los indios, dejando a miles de ellos tendidos por los campos, pero que también diezmó a las tribus ya amansadas y a las familias pobladoras, y al restarle sus mejores brazos a la tierra paralizó la producción.

Para que estas epidemias llevaran a veces sus estragos a magnitudes de hecatombe y tierra arrasada, favorecíanlas no solo su encuentro con vastas comunidades humanas que aún no habían desarrollado sus defensas naturales contra ellas, ni solo la indigencia casi absoluta en que vivían las ciudades en materia de asistencia social, sino el espíritu supersticioso que dominaba en los españoles para enfrentar las plagas y pestes. Casi intactos habían trasladado a América los usos y ritos del creencialismo medieval, que aún prevalecían en la reaccionaria España de Torquemada cuando ya en Italia, Inglaterra y Holanda se abría paso el luminoso cientificismo del Renacimiento. Interpretando las calamidades como explosiones de la ira de Dios, creían ingenuamente poder aplacarlas invocando la abogacía de santos y santas capaces de elevar hasta el colérico Creador su imploración de clemencia. Así las energías colectivas y fondos que pudieran dedicarse a medidas prácticas de sanidad se distraían en procesiones, en misas, en levantamiento de altares y ermitas para los santos elegidos como abogados de la ciudad en momentos de flagelo. El resultado era retardar en el pueblo el advenimiento de una conciencia sanitaria y dilapidarle recursos y cuidados que ha podido dedicar a la preservación de su salud, en el sostenimiento de cultos y supercherías que se multiplicaban con las calamidades. Cada peste y cada plaga tenía su correspondiente antídoto en el santoral, y desde luego cada santo arrastraba su fauna parasitaria de clérigos y cofradías que medraban de la candidez de los devotos. A la plaga de la langosta siguió el culto de San Mauricio; a la de la viruela el de San Pablo; contra el gusano del trigo se erigió el de San Jorge; contra los parásitos que arruinaban el cacao, el de Nuestra Señora de las Mercedes; se invocaba a la Virgen de la Copacabana contra las sequías, a las del Rosario y de las Mercedes contra los terremotos, y a San Nicolás de Tolentino contra los ratones que se comían las sementeras. Hasta para preservar a las gallinas de la enfermedad llamada pepita tenían en todas las casas una peana con la imagen de Santa Rosita de Viterbo. Para conjurar las centellas en los días de tempestad se colocaba en el medio de los patios una cruz de palma bendita puesta sobre un plato de agua.

  


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