San Antonio de Padua en su natal Lisboa.
Imagen en el archivo de Maritza Torres Cedeño
Las fiestas en homenaje a San Antonio de
Pauda, el 13 de Junio, que puede abarcar días previos y posteriores, tienen como epicentro nacional los estados
Lara, Falcón, Yaracuy y Portuguesa, con registros, también, aun cuando de menor intensidad en Cojedes, Barinas y
Zulia. El patrono de la recuperación de los objetos perdidos, guardián de la salud, proveedor de buenas parejas y de prodigiosas cosechas, tiene diversas formas de culto dentro de
amplitud la religiosidad popular, centrados, principalmente, en el pago de promesas por los favores
recibidos.
Procesión de San Antonio, en el archivo de Gerardo Rodríguez
En su realización destacan los rezos, el
engalanado de altares, procesiones, entrega de ofrendas, repartición de
alimentos, despliegue de fuegos artificiales, sonar de campanas, igualmente, significativas
muestras de poesía, cantos, bailes, la destreza de los juegos de garrote, así como la
vivacidad de cuatros, maracas y tambores, que rebasan la notoriedad del
tamunangue, su componente artístico más significativo, pero no el único.
San Antonio en el templo. Imagen en el archivo de Gerardo Rodríguez
Otro elemento muy vistoso son las vestimentas
de los devotos en sus bailes (que pueden durar el día entero, extensible hasta
bien entrada la noche y/o el siguiente día): liquilique y sombrero de cogollo, los
hombres; faldas largas, con estampado de flores, blusas de faralaos, flores entre sus cabelleras
y alpargatas, las mujeres. En las últimas décadas se ha incrementado la producción artesanal relacionada con la imagen de San Antonio, tallas, estampas, vestidos y hasta bebidas e instrumentos musicales para sus festejos.
Sobre algunos detalles de la vida y la poesía
dedicada a este santo le recomendamos la lectura del siguiente enlace: “SAN
ANTONIO ES POESÍA DE VIDA: Fuerza, felicidad y fe” (biografía del santo, poemas
y fotografías)
SAN ANTONIO DE BERRÍO: EL PRIMER PUEBLO
FUNDADO EN COJEDES (Argenis Agüero)
De los cuentos que generan sus milagros, le proponemos la lectura de una pieza del famoso escritor venezolano Rufino Blanco Fombona:
Canto, música y poesía al patrono. Imagen en el archivo de Gerardo Rodríguez
EL CANALLA SAN ANTONIO
Se llamaba Casimiro Requena, y nació en una
aldehuela de los Valles de Aragua. Su profesión consistía en vender agua a
domicilio. Muy de mañanita se le encontraba a horcajadas en el anca de su burra
pelicana: Gracia de Dios, como él la llamaba. Gracia de Dios, cargada, además,
con dos barriles, tomaba el camino de un manantial vecino, donde el agua pura,
cristalina, semejaba el agua de un filtro.
De regreso de la fuente, Gracia de Dios,
cimbrándose con sus dos barriles llenos de agua, y con Requena caballero en el
anca, atravesaba las mismas calles de siempre, se detenían ante las mismas
casas y emprendía nuevamente, cada hora más o menos, el camino de la fontana.
Gracia de Dios parecía una persona, y en
opinión de todo el mundo era más inteligente que su amo y señor, Casimiro
Requena. Casimiro, de carácter taciturno y mal genio, era asimismo torpe como
un cerdo. Pequeño, barrigón, asanchado, semejábase a un tonel. Era bizco, y se
afeitaba todo el rostro; pero no se afeitaba a menudo, por donde siempre
parecía, a pesar de su lustrosa persona, con aspecto demacrado o aire de
enfermo. Lo apodaban el Sacristán, tanto por su cara rasa como por su fervorismo
religioso, y porque en sus primeras mocedades fue monago. La fe del Sacristán
no era mojigatería. Nunca sentimiento más sincero anidó en el pecho de un
hombre. La fe de Casimiro era proverbial. Hasta las mujeres le daban bromas.
A la puerta de la iglesia, y al salir de misa
la mañana de un domingo, cierto chusco de un corro, dirigiéndose a Requena:
— Casimiro —le dijo—, ¿quieres comprarme un
hueso auténtico del Espíritu Santo?
Todo el mundo se echó a reír; pero Requena
iba descuartizando al deslenguado.
— No haga usted caso de ese vagabundo,
Casimiro; no se incomode —aventuró alguien con ironía.
— Cómo no hacerle caso —murmuraba Requena—,
si viene a burlarse en mis barbas de las cosas divinas. ¡Un hueso del Espíritu
Santo! ¡Ignorante! ¡Los huesos del Espíritu Santo los tiene el Papa!
Casimiro era quien vestía las imágenes la
víspera de la fiesta patronal, por Semana Santa y por Pascua. Era el primero
que tomaba su cirio en las procesiones; era él, además, quien regalaba al cura
los pollos más gordos, los marranitos mejor cebados, los nísperos más ricos y
olorosos.
Casimiro prestaba todo género de servicios al
cura, creyendo servir a la iglesia y, lo que es más, a Dios. Cierta ocasión el
cura se valió de los buenos oficios del Sacristán contra “un enemigo de la
iglesia”.
Un jovenzuelo del lugar, recién llegado de
Caracas, donde se empapó del volterianismo callejero, fundó un periodicucho
jacobino, El Rayo, no mayor que un pañuelo. Allí insultó al Gobierno, en la
persona del jefe civil, y al Clero, en la persona del cura.
El magistrado era inamovible. Por enfermedad
vivía de largo tiempo atrás en aquel pueblo, y como era inteligente, honrado y
bueno, todo el mundo lo quería, y el Gobierno no pensaba en sustituirlo. El
magistrado, pues, sonreía a los ataques de El Rayo. No así el cura. El cura
contestó los ataques al Clero y a la Iglesia en El Mensaje Católico, diario
provincial también. Pero sus argumentos no contundían al adversario. El cura se
comprendía menos fuerte que su enemigo.
Las opiniones se dividieron en el poblacho
“los progresistas”, es decir, los adeptos de El Rayo, contaron la mayoría. El
periodista ateo triunfaba del cura. Entonces fue cuando el cura, como último
argumento polémico, envió una medianoche a Casimiro Requena para que apalease
al periodista.
— Lo mataré, señor cura; cuente usted con que
lo mato.
— Matarlo, no, hijo —argumentaba el cura. La
muerte es un crimen. ¿Y crees tú que Dios perdonaría ese crimen? Una buena
paliza. Con eso basta. Así abandonará el pueblo.
Casimiro Requena volvía a su idea.
— ¿Y si me ataca, señor cura? Si me ataca, lo
mato. Lo mato por Dios, y Dios me lo perdonará.
El cura se daba cuenta de la situación. Si
aquel animal asesinaba al periodista, él, el párroco, a pesar de sus talares y
santas vestiduras, se vería complicado en el crimen. Por eso le pronunció a
Requena un discurso espeluznante y decisivo. Sin embargo, cuando Requena partió
iba murmurando entre dientes:
— Esta bien, no lo mataré. Pero lo sangraré.
El servicio de agua terminábase a mediodía.
Requena aprovechaba la tarde —después de la siesta y antes de la indeclinable
partida de bolos— en el corte de hierbas por los campos comarcanos. Esa hierba
constituía la cena de Gracia de Dios.
A veces Casimiro se iba al pesebre a ver
comer a su burra, su compañera, su amiga, su confidente, su único amor humano,
el amor de sus amores terrenales. Se complacía en ver cómo lucía la piel de
Gracia de Dios y le pasaba la rasqueta, peinándola como si peinase a una gentil
novia. El maíz se lo remojaba en una tina de agua salada. La borrica miaraba
aquellos preparativos con miradas golosas, y cuando el Sacristán no se daba
prisa a servirla, junntaba las orejas sobre la frente rompía a rebuznar:
“¡Vouugh! ¡Vouugh!”.
— Ya voy, golosa; ya voy —respondíale
Requena, como si la burra fuese una persona, y mirándola con ojos enamorados.
Un día el Sacristán, según su vieja
costumbre, se levantó a la madrugadita; calentó su café, mascó su biscocho y se
dirigió al pesebre para enjalmar su burra. Pero su sorpresa fue grande. Gracia
de Dios no estaba allí. Requena corrió afuera, a la calle. La puerta estaba
abierta. Desde la acera, Casimiro escudriñó la calle profunda, apenas clareante
por un presentimiento de aurora. Luego anduvo, anduvo cien, doscientos,
trescientos metros más oteando, escudriñando, interrogando las sombras. De
pronto se llevó la mano a la cabeza y advirtió que estaba sin sombrero; pensó
también que había dejado su portón abierto y regresó. De camino encontrándose
con otro madrugador.
— Fulano, ¿sabes? —le dijo—, se me ha
extraviado Gracia de Dios.
— Te la habrán robado más bien.
— No creo; el cabestro parecía mascado;
además, no era muy nuevo, y ya sabes, la burra es fuerte.
— Pero tu burra no tiene alas; ¿cómo pudo
salirse?.
Y explicándole Requena cómo por endiablada casualidad
el portón quedó esa noche abierto, continuaron los dos hombres, a las primeras
luces del alba, caminado y hablando a través del pueblucho dormilón.
casimiro tuvo que alquilar una borrica para
el servicio de agua. Comprar no quería comprar otra bestia. Él no desesperaba
de encontrar un día u otro aquella ingrata pero querida Gracia de Dios. Contaba
para ello con San Antonio. Él siempre fue devoto de San Antonio, y no dudaba
que el buen Santo le devolvería la burra.
Al San Antonio en su cabecera le encendió
velas durante varios días; pero este santito de la casa no le parecía
suficiente a Casimiro para tamaña empresa. “El San Antonio de la iglesia es más
milagroso”, pensó Requena. El San Antonio de la parroquia, grande como un
hombre y dulce como una mujer, era una preciosa imagen tallada en madera. A él
fue Casimiro. Le pidió, le rogó y puso un paquete de velas a arder en el altar.
Las oraciones y las velas menudearon; pero la burra no aparecía. Casimiro no
desconfiaba. “San Antonio no puede sino oírme”, pensó, y creyendo que las
ofrendas obligarían al Santo, Requena dio al cura cuantos ahorrillos guardaba
en el forro de su catre para que comprase a San Antonio un traje nuevo.
— Con ese dinero puedes comprar otra borrica
— le dijo el cura.
— ¡No importa, señor cura! Yo no quiero otra
burra; yo quiero mi Gracia de Dios.
A la postre llegó el traje nuevo de San
Antonio. La mañana que el Santo estrenaba el vestido, Casimiro, al despertarse,
voló al corral. Algo le decía en el corazón que Gracia de Dios estaría allí
pastando en su pesebre como si nunca se hubiese ausentado. La desilución de
Requena fue grande: Gracia de Dios no estaba allí. Y este milagro fallido le
hacía imaginar que esa mañana volvía a perder su burra. Requena empezó a
resentirse con el Santo.
“¡Cómo —pensaba— este Santo le hace milagros
a todo el mundo y a mí no quiere hacerme! ¿Qué le dan los otros? Una vela,
nada. ¿Qué le rezan? Una oración, y se van. Yo, en cambio…
Y por la frente de Casimiro pasaba el
recuerdo de los sinnúmero paquetes de velas quemados, del lindo traje nuevo y
de las oraciones interminables, de las noches de ruego que él había consagrado
al San Antonio aquel, tan olvidadizo, tan ingrato.
Casimiro empezaba a desesperar. San Antonio
no quería cumplir el milagro de volver la burra a Requena. El el alma del
Sacristán aquella injusticia de San Antonio hizo nacer un sentimiento
invencible de repugnancia al Santo; la repugnacia fuese cambiado en rencor con
la persistencia de la injusticia, hasta convertirse a la postre en la llama de
un odio. Requena odiaba a San Antonio: no al beato del santoral, sino al santo
de la parroquia, la imagen de la iglesia, aquel sordo, injusto, despiadado San
Antonio del lugar.
En la obtusa cabeza de Requena empezó a
germinar la idea de sustituir aquella imagen por otra del mismo santo. ¡Si él
pudiera regalar otro San Antonio a la iglesia! Un día, sin más ni más le
preguntó al párroco:
— Señor cura, ¿Cuánto vale un San Antonio?
El cura le informó. Un San Antonio costaba
muy caro. El Sacristán no podía pagarse el lujo de hacer una revolución en el
iglesia y destituir al San Antonio de injusticia recalcitrante.
Una tarde, libre ya de su despacho de agua,
tendido sobre la hamaca, se puso a pensar. “Iré al templo, a la puerta, lanzaré
un puño de tierra al aire, y en la dirección en que la tierra eche a volar
partiré en busca de Gracia de Dios. San Antonio, movido al fin de mi piedad, me
envía esta idea. ¿No es verdad, Dios mío?”
Era ya muy entrada la noche cuando Requena
regresaba a su casita silencioso, cabizbajo, ceñudo, triste. Gracia de Dios no
aparecía. Aquello era una burla de San Antonio. A tal idea, Casimiro espumaba
de ira.
A la mañana siguiente, cuando el monaguillo
abrió la iglesia para la misa de cinco, Requena espiaba tras los árboles de la
vecina plaza. Apenas abrieron entró. Los pasos del monaguillo se perdían en el
fondo, bajo la bóveda del templo, cuando Requena se llegó al altar de San
Antonio. No se arrodilló ni se signó ante la imagen, sino que dijo, como si
hablase con el Santo:
—Tú no eres San Antonio, sino San Diablo.
Dos viejas entraron en ese instante. El
chancleteo de los seniles pasos repercutía en el fondo, hacia el altar mayor.
La beatas se arrodillaron frente al Sagrario, mascullando sus preces. A poco se
sentaron. Requena las miró y luego miró a la calle. La calle se calaraba por
segundos. La aurora precipitaba su carrera. Entonces Requena, apresurándose,
sacó la vidriera y ya abierta la hornacina, donde triunfa la bonhomía de San
Antonio, sacudió al Santo, que rodó por tierra con fracaso.
Y mientras las dos beatas, pavoridas,
chillaban, y el monago acudía, blandió a Requena el machete y decapitó al
santo.
Y la cabeza del santo rodaba por las baldosas
cuando Requena salía del templo diciendo:
—¡Bien sabe Dios que te lo merecías, por
canalla!
Del libro: Relatos venezolanos del siglo XX, compilación de Gabriel Jiménez Emán (Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1989)
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