Primer lugar como finalista en el certamen
narrativo “Viaje alrededor de la casa”, organizado por El Diario (Caracas,
2020)
Primero botamos los cambures, porque más
nadie en la casa los come. Después
siguió el ramo de claveles en la cocina que ella nos había traído en uno de sus
actos domésticos impulsivos. Continuamos
añadiéndole agua al florero cada tanto, pero al cabo de tres semanas se habían
convertido en un mustio aquelarre de bailaoras de flamenco patas arriba. Luego
vaciamos la nevera de sus rastros: la bolsa de arrúgula amarga, los arándanos
fruncidos, la leche de almendras, el queso noventa y nueve por ciento libre de
lactosa y la mantequilla vegetal orgánica.
De la despensa fuimos consumiendo sus chocolates favoritos: el oscuro en
discos y las tabletas con sal marina y toffee.
Poco a poco nos comimos también los pistachos, las almendras fileteadas
y las nueces, hasta que todo se empezó a
poner rancio. Nos deshicimos de la
quinoa blanca, del couscous de semolina orgánica, de su cereal en hojuelas
favorito, flatulento y sin gluten, de los penne rigate hechos con arroz
integral y de los macarrones a base de lentejas verdes. Sus ingredientes para hacer galletas y
tortas duraron un poco más, pero igual terminaron en la basura: las chispas de
chocolate, el azúcar orgánico de palma de coco, las semillas de ajonjolí, la
vainilla natural de Madagascar, algunos restos de canela en rama, un fondo de
miel con lavanda y lo que quedaba de un paquete de polvos para hornear.
En el garage encontramos algunos recuerdos
polvorientos: una bolsa de sus suéteres usados que nunca terminamos de llevar
al Salvation Army; la maletica con
la que se vino de Caracas, en nuestro
viaje final de allá para acá; las botas de hacer montañismo, deporte en el cual
no invirtió mucho tiempo; la casita para pájaros, la estantería con corazones
escopleados y otras piezas de madera
salidas del taller de ebanistería, una de las materias que más rechazó durante
la secundaria, a pesar de nuestras palabras de aliento.
A cada rato entramos en su cuarto para
revivir su presencia por los rincones,
en el pequeño sendero de alfombra desgastada más allá del umbral, en el
espejo guindado en la puerta donde creemos intuir su imagen de frente y de
perfil mientras se prueba una ropa, en la guitarra muda, arrumada contra la
pared dentro de su estuche, en el rollo
escueto de la alfombra para el yoga.
Las paredes exhiben sus ídolos y
preferencias. Un calendario de Misty
Copland, atrapada en la mitad de una pirueta
musculosa, que ya no anunciará futuros sino recordará pasados. Un afiche conmemorativo de la exposición de
fotos de Irving Penn que fuimos a ver juntos.
(A veces no estábamos seguros de su reacción ante un hecho artístico. En
esa ocasión acertamos. Se deleitó con los claroscuros retratos de famosos en
poses similares, acuñados en un ángulo entre dos paredes, y con las imágenes
glamorosas para revistas de moda. A la
salida nos pidió que le compráramos el afiche, una reproducción del anuncio
comercial para l’Oreal, un rostro
maquillado de blanco del que escasamente se atisban las fosas nasales, medio
mentón y los labios, cruzados con varias
rayas de lápices labiales multicolores). La foto en blanco y negro de su
hermana, de espaldas y a contraluz, con
unos zapatos de tacón en la mano izquierda. El autorretrato desgarrador,
intervenido con una página de un libro que se funde con su perfil y un texto autobiográfico
escrito a mano. El grandísimo primer plano, gracias a un lente macro, de un salero derramado sobre el piso. El caleidoscopio hexagonal conformado por
brazos y piernas de sus compañeros de baile.
Las instantáneas irreales de arquitectura española e italiana, con
modificaciones audaces de color y de múltiples perspectivas.
Sobre la peinadora, la cámara con la que tomó
esas y muchas otras fotos, algunas premiadas en concursos locales, instaladas
después por la casa y en nuestras oficinas. Los cosméticos, las brochas, los
cepillos.
En el closet un surtido de sandalias, shorts
y camisas sin manga, ropas totalmente inadecuadas para trasplantar a la nueva
universitaria, del cálido suroeste que la favorecía como a un cactus, al clima
atroz de Quebec.
En el estante una profusión de velas
aromáticas, algún libro, una regadera para las matas que nunca prosperaron en
la sequedad del cuarto, una cesta con peluches sobrevivientes de la infancia,
los cordones al mérito de las materias de secundaria pasadas con honores.
Arriba del escritorio el regalo de su mejor
amiga en el cumpleaños dieciséis, un collage enmarcado donde ambas posan en sus
mejores galas para la fiesta de graduación de los senior, manejan un carro por
primera vez, gritan en algún juego de fútbol con las caras pintarrajeadas con
los colores de su institución, posan con otras amigas, y donde todas estas
viñetas son explicadas con las dieciséis garrapateadas razones por las cuales
la cumpleañera es querida. En el escritorio,
una multitud de bolígrafos, notas autoadhesivas, el portarretratos de la
primera comunión con trinitarias y uñas de danta en el trasfondo. El tablero de corcho para ensartar, como
mariposas de colección, decenas de momentos memorables: la carta de aceptación de McGill; la tarjeta con la vista del puente Samuel de
Champlain; un par de tickets para el ballet del Cascanueces; las fotos con sus
compañeras en el avión de regreso a casa durante el asueto de primavera, asueto
que se prolongaría indefinidamente.
Sobre la mesita de noche las máscaras, mínimos abanicos azules con pespuntes blancos y dos liguitas para las orejas, cuidadosamente envueltas en plástico. El frasco de desinfectante de manos. El termómetro. Los antipiréticos, analgésicos, ansiolíticos y antidiarreicos. El termo rosado para el agua fría con la base aporreada. La cama tendida, con las almohadas, los cojines y el cobertor arreglados armoniosamente. Al pie de la cama, el nebulizador, las cajas de Kleenex, la ponchera para los espumarajos y los vómitos. Unas cholas de tela estampada con pequeñas llamas de coloridos jaeces.
Y en nuestras mentes, el implacable cuestionario sin respuestas razonables, la búsqueda de fuerzas para seguir viviendo otro día en el maelstrom de una realidad irreversible, la certidumbre de que nada llenará el vacío abominable de su partida, de que el dolor nos acechará con cada inventario de sus posesiones, de que alimentar ese dolor será la única manera de alargar su existencia y conservar su memoria.
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