Tercer cuento finalista del certamen “Viaje alrededor
de la casa”, organizado por El Diario (Caracas, 2020)
Cinco años sin salir de Venezuela. La última vez fue precisamente por los mismos motivos de este viaje: conocer a mis sobrinos. El primero fue en el 2015 cuando nació Samuel, el primogénito. Solo pasé un par de días en Miami cuando él estaba recién nacido. Para siquiera acercarse había que tomar un número y esperar que te dieran esos minutos preciados, llenos de “cuidado con la cabecita, no lo agarres por allí, está llorando, quiere a su mamá”.
Para el 2018, llega André, de este me
eligieron madrina. No cabía en mi mente este honor, sobre todo porque vivo
lejos y las probabilidades de ir a Estados Unidos son casi nulas con un salario
de 40 dólares mensuales. En el 2019, Alessandro. En este punto no entendía qué
pasaba por la mente de mi hermano y mi cuñada. ¡Tres muchachos! Hay que verle
la cara. Yo lo único que cuido es una matica que me compré en La Candelaria, y
a veces incluso se me olvida regarla. En septiembre llega un mensaje de mi
cuñada: “¿Puedes venir en diciembre para el bautizo? Avísame para comprarte el
pasaje”.
A mi hermano lo he visto menos de diez veces
en toda mi vida. Se fue a Estados Unidos cuando yo tenía apenas 5 años y desde
allí los encuentros han sido puntuales. No sé si es alérgico a algo, cómo era
su primera novia, qué talla de zapato calza… Hay un nexo, pero más de consanguineidad
que de trato. Heme aquí, en su casa, seis meses después de mi llegada, con una
olla montada con el arroz para el almuerzo de mañana.
Me agarró la cuarentena en Venezuela, perdón,
quise decir en Doral, que es casi lo mismo. Solo basta con ir a cualquier
centro comercial para ver un local de comida criolla con el tricolor inmenso
guindado en la entrada.
Estamos encerrados más por decisión propia
que por medidas gubernamentales. Velamos por que los niños no se infecten y
salir significaría entrar en contacto con personas que no usan ni tapabocas ni
guantes, estornudan sin cubrirse la cara en la cola del supermercado, te
tropiezan en la gasolinera y solo dicen “sorry”. Mientras modulan, lo único que
veo son sus bocas, sus dientes y su saliva. Nunca antes había logrado captar
tan bien los detalles de una boca ajena, de esas que no quieres besar ni mucho
menos que se te acerquen. Empiezas a ver cómo algunos dientes se montan sobre
otros, las calcificaciones, las encías rojas, la lengua manchada… Esa imagen se
imprime en mi mente en cuestión de segundos. Me pregunto si después de esos
encuentros saldré infectada. “Son gringos. Seguro creen que con una pistola
pueden matar el virus”, me digo precisamente porque hace unos días leí una nota
sobre el incremento en las ventas de armas y municiones. Lo más asombroso es
que gran parte de esos compradores nerviosos son asiáticos. Temen por su
integridad física en caso de que haya alguna retaliación por el “virus chino”.
Imagínense ahora que el virus se hubiera desatado en el mercado de Ciudad
Bolívar por una lapa infectada. El mundo odiaría a los venezolanos y habría que
guardar esas banderas de la entrada de los negocios de comida criolla.
En la casa no hay televisión satelital, solo
un dispositivo que convierte un televisor plasma en inteligente. Te permite ver
varias plataformas, pero la más sintonizada es YouTube Kids. Samuel puede pasar
horas frente a la pantalla. Consume decenas de videos. Obviamente sus padres
tratan de distraerlo con algo más. Pero cuando tienes tres niños encerrados en
una casa todo el día… El uno llora, el otro tiene hambre y el de más allá se
cayó. La atención debe concentrarse en los casos de mayor urgencia y dejar que
los otros se mantengan distraídos.
Gracias a la globalización puedes ver videos
de todo el mundo, y por supuesto chinos. Cada vez que los algoritmos arrojan un
material asiático, la casa se enfurece. “Cambia eso. Suficiente tenemos ya de
los chinos”. Mi sobrino busca otro video. No ha pasado nada. Si fuera por la
lapa, los chinos dirían que ya tienen suficiente de los venezolanos.
*
Tomo una foto al cartel de la venta regulada
de papel toalé para mandársela a mis contactos en Venezuela con el pie:
“Vieron, el coronavirus es comunista jejeje”. El “gran Estados Unidos” está viviendo
una situación similar a la que pasé en mi país cuando explotó la crisis en el
2017. En ese pedazo de tierra que se ha quedado acéfalo institucionalmente, al
que nadie se explica por qué quiero volver, por qué no pido asilo y me quedo
aquí. “América está llena de oportunidades, niña. Salí de Cali huyendo de los
paracos. Aquí trabajo limpiando casas y me va bien. Estoy tan agradecida”, me
comenta la señora Caro. Ella viene cada 15 días para limpiar la casa. Cuando
tuvimos esa conversación acababa de llegar de un crucero a Las Bahamas. “No te
puedes ir de Miami sin montarte en un crucero”. ¡Qué risa! Ahora ni siquiera sé
si me pueda ir de Miami y creo que lo del crucero está descartado por completo.
Ese “lujo obsceno” no es viable. Antes del
lockdown pasé por el puerto de Miami y por primera vez vi una larga fila de
cruceros anclados. Siempre hay uno o dos, pero no siete u ocho. Parecía más un
museo, el Museo AC lo llamo, que un muelle destinado al entretenimiento puro.
La señora Caro no ha vuelto. Ni mi hermano la
llamó ni ella se reportó. Ambas partes dieron por sentado que deben prescindir
de sus servicios.
**
Mi lugar es un puesto del comedor, que lo he
acomodado como mi despacho desmontable. Desde allí soy testigo de una vida que
no es mía. Veo a los niños correr de un punto a otro, a mi hermano subiendo y
bajando las escaleras, a mi cuñada ir al garaje para buscar más comida. He
escuchado sus peleas y he querido agarrar un vuelo y devolverme cuanto antes.
No puedo, las fronteras están cerradas hasta nuevo aviso.
El coronavirus me dejó como una migrante por
accidente en un país ajeno con una familia que estoy apenas conociendo, con
tres sobrinos que no se sabían ni mi nombre, con obligaciones hogareñas que
eludía y reflexiones constantes sobre la naturaleza de este sistema.
Faltan cinco minutos para que esté el arroz.
Son cerca de las ocho de la noche. Le toca el tetero a Alessandro. Tetina
número 1 para él y la número 2 para André. Una es más grande que otra,
explicación bastante obvia, ¿no? Pero saberlo me costó varias búsquedas en
Google y el llamado de atención de mi cuñada porque en una de esas el bebé casi
se ahoga por tomar de la tetina equivocada. Ya no me pasa. He aprendido a
diferenciar entre el llanto por hambre, sueño, enfermedad o aburrimiento. Para
mí esos conocimientos eran tan lejanos como la física cuántica, pero ahora son
tan cercanos como este papel.
Ya me cayó buche, ya me vomitaron encima, ya
me hicieron pipí en la mano, ya me pegaron los mocos, ya me tiraron el plato de
comida, ya me han tumbado los lentes de la cara miles de veces, ya me han
pegado, ya me han mordido. Pero, pero, pero, me han dado una experiencia de
vida que nunca había tenido: la maternidad. Esta no es una idea que ronde por
mi cabeza. Me criaron como una mujer profesional. Lo que importa son los
estudios y los logros laborales. Cuando tenía 10 años, una tía política me dijo
antes de bajarme de su carro: “Tu mamá era una mujer exitosa. Hasta que te tuvo
a ti y se jodió”. Por supuesto, mi mamá se ofendió y le quería formar un peo
por haber dicho “semejante barbaridad”. Es una frase que no olvido y que pongo
en práctica cada vez que veo a una madre: empiezo a observar detenidamente para
ver si hay alguna pista de que se le haya jodido la vida. Las hay, y muchas. Lo
que me sorprende es cómo miran a sus hijos. Los ojos fijamente en ellos, la
pupila se agranda, y se ponen brillosos. Sé que por segundos no importa nada
más en el mundo que sus hijos. Y esa expresión no la he encontrado en otro tipo
de relaciones. Solo en esa: madres e hijos. Son imágenes opuestas a las bocas
desnudas en el supermercado, pero con el mismo potencial de anclarse en mi
mente.
Voy al cuarto de Samuel, donde duermo, en una
cama en forma de carro bastante curiosa. Las patas son unas ruedas. No hay
mañana que me levante y no me tropiece con los fulanos rines. Esta noche fue
diferente. Antes de entrar veo que las luces están prendidas, algo que nunca
pasa. Me acerco. La alfombra está llena de hileras con todos sus juguetes. No
hay manera de que llegue a la cama sin tropezarlos. Busco a Samuel en el cuarto
de sus padres y veo que no está dormido. Había esperado todo este tiempo para
ver mi reacción. Nuestra relación no es la más cariñosa. Es un niño grande que
no me conocía sino hasta hace unos meses. Le quité su cuarto, le digo qué debe
comer y le cambio los videos cuando no son apropiados para su edad. Tenía una
guitarra y por querer afinarla lo que hice fue dañarla. Sin hablar de la vez
que trajo pasta casera que hizo en el colegio. Yo pensaba que era plastilina y
la uní toda en una bola. Podrán imaginar la cara de decepción del niño. Me ve
como un fastidio enorme. Yo también hubiese pensado eso de mí a esa edad. Sin
embargo, esta sorpresa me descolocó. “Oye, sí me quiere. Quizás este
preparativo es una muestra de amor, o quizás no”.
***
Cada día empieza sin memoria para los
pequeños: se despiertan sin pista alguna de lo que pasó el día anterior. De
ellos he aprendido tanto y conocido tanto de mí que solo me queda estar
agradecida por la pandemia. Si no hubiese sido por ella, la cocina aún sería un
territorio desconocido, mi lado maternal seguiría oculto (eclipsado por el lado
profesional), no conocería en carne propia la responsabilidad de traer un hijo
al mundo (más allá de lo que me dijo mi mamá para evitar a toda costa quedara
embarazada sin planificación) y el extrañamiento hacia mis sobrinos y mi
hermano seguiría intacto.
Perdón, lector, si llegaste al final
esperando el punch final del cuento y te das cuenta de que no pasa nada. Mañana
me levanto con el llanto de Alessandro pidiendo el primer tetero del día, luego
sale André y grita “mamáááááááá, papáááááááá”. Vamos corriendo para calmarlo y
evitar que despierte a Samuel. Para el desayuno preparo tostadas francesas y
corto el pan en cuadritos. Mi hermano sale a trabajar y yo me quedo con mi
cuñada para cuidar a los niños. Ella enciende su computadora y se sienta a
responder los correos. Yo subo con los dos más pequeños hasta el mediodía. A
continuación el almuerzo y las respectivas siestas. No logro sincronizarlos,
cada uno se duerme a su hora. Cuando el bebé se despierta, mi ahijado quiere
dormir y Samuel pelea para que le ponga los videos chinos. Llega mi hermano,
sigue la cena. Monto el arroz. Subimos a bañar a los pequeños. Llevo la tetina número
uno. Listo, son las ocho de la noche. Aprecio el silencio. Me despido y entro
al cuarto. Hoy no hay juguetes en la alfombra.
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