Caracas. La vida en la conquista y la colonia. Texto de Aquiles Nazoa. (selección de Isaías Medina López)
El contexto de esta narración se da con la resistencia y muerte de afamados caciques como Guaicaipuro, Paramaconi, Sorocaíma, Tamanaco, Conopoima y Acapropocón. Aquiles Nazoa anota que “a las calamidades que siguieron, a las grandes hambrunas que les había comportado la dedicación de todos los esfuerzos a la guerra; a las dolorosas emigraciones hacia tierras donde aún esperaban rescatar la libertad; al apocamiento espiritual que conlleva la conciencia de la derrota, a los trabajos y humillaciones de la servidumbre al blanco, vino a sumarse en 1580, como uno de los aliados más pavorosos de la empresa conquistadora, y su complemento más definitivo, una epidemia de viruelas que arrasó con las últimas tribus”. La historia que sigue es la siguiente:
“Levantada sobre ese cimiento de sacrificio
nacía la pequeña ciudad. El aliciente de su fundación había sido el oro, pero
para aquerenciarse pronto con la tierra tenían allí los forasteros la
invitación de uno de esos paisajes en que el hombre se siente llamado a las
tareas elementales del sembrador y del pastor. En el Ávila conocían el milagro
cromático de un monte que no obstante su elevación y majestad, en lugar de
infundirle a la villa esa adustez típica de los lugares montañosos, les
resultaba más bien el más generoso proveedor de colores. Por el límite sur
bordeábala el largo encaje cristalino del Guaire, suerte de río pastor que
venía desde el oeste apacentando dóciles y dilatadas campiñas, las que recorría
acariciándolas en un curso sin prisa hasta perderse por el este en una lejanía
de valles y colinas azules. Desprendiéndose en blanquísimas caudas desde la
gran cumbre podía percibirse a la distancia el rumor de las torrenteras, y aun
mirarse en los días claros cómo iban hilando sus aguas a medida que la montaña
se resolvía en floresta, hasta dar nacimiento a los tres riachuelos que bajaban
de norte a sur: el Caroata, el Catuche, el Anauco, y más lejos todavía, en el
extremo este, río de nombre tan hermoso como el Caurimare. Todo el año era gozo
de flores y colorido.
En el verano era la explosión roja de los
bucares incendiando las campiñas del sur; o eran en la montaña las vastas
manchas de oro de los araguaneyes, la sorpresiva nevada de los apamates
blancos, la suntuosa femineidad de los morados, todos los colores graduados y
servidos sobre la más rica matización del verde, todo como para una gran fiesta
de pintores. Con la estación de las lluvias comenzaban a brotar los
cundeamores, los yerbazales y árboles se vestían con las flores de Pascua, y en
los remansos y pantanos blanqueaba el taburí, esa flor emblemática de la pureza
en cuyo nombre inventaron los indígenas la más bella palabra para nombrar el
loto. Entre la gran familia circulante de los tucusos, de los cristofué, de los
arrendajos, de los capanegras, entre la bulliciosa población ornitológica que
por entonces coloreaba los aires de Caracas, aún ejercía su poético señorío el
taramayna, especie de padre de la patria de los pájaros del que tomó su nombre
la tribu de Paramaconi. Era también el valle próvido en frutas. Por la
abundancia de guanábanas que crecía en sus orillas llamaron los indianos Catuche
a uno de sus ríos; la de papayas dio origen a la denominación de Los Lechosos
con que se nombró otro punto de la ciudad, y de guayabas a la caraqueñísima
esquina de Guayabal. Nísperos, mameyes, anones, aguacates, eran el banquete
permanente que Caracas prometía en sus grandes fruterías naturales.
Comenzando por los frutos autóctonos de la
tierra, cuyo cultivo se habían visto obligados a aprender de los indios en
duros días de asedio y de escasez, sistematizaron la siembra de verduras y
tubérculos que crecían casi silvestres en el valle. Ingresaron así en su dieta
tradicional la batata, la yuca, el ocumo, el mapuey, sólidos alimentos de
nombre y rudeza indiana que al asociarse a la gallina, al cochino, a las carnes
de cría que ellos habían traído, dieron tempranamente origen a esa forma
sustantiva y sabrosa del mestizaje culinario que alcanzó tan noble fama en los
sancochos y mondongos de la cocina criolla.
Las muestras de riqueza que daba el valle en
la opulencia de sus frutos decidieron en los hispanos su vocación de
sembradores. Ya en 1600 en las vegas del Guaire y del Anauco ondulaban las
espigas de la cebada, y cosechábanse con abundancia el repollo, las lechugas,
los higos, la uva y los membrillos.
Repletos de habas y garbanzos de Caracas
salían del recién fundado puerto de La Guaira los barcos para Margarita, Cumaná
y Santo Domingo, de donde traían en trueque aceite, vino y telas. Entre 1588 y
1598, nos cuenta Arístides Rojas, llegaron a ser tan generosas las cosechas de
trigo en el valle, que la harina se comenzó a exportar a las Antillas y a
Cartagena. Desde aquella época hasta tiempos muy recientes gozó Caracas de gran
prestigio por la calidad de su pan, tan rico de sabor como variado en sus
caprichos de elaboración y aliño. Según su forma, su contextura, su tamaño o su
condimento, los panes tradicionales caraqueños se llamaron desde entonces
hogaza, butaque, sobado, cuaca, rollete, quesadilla, golfiado, María Luisa,
chancleta, orejón y canilla de muerto. Como todavía no producían el azúcar, los
panes finos como los alimentos, se endulzaban con miel de panales castrados en
el propio corral de las casas, y a los postres
servíanse junto con los mameyes y chirimoyas del país, las manzanas, naranjas y
duraznos que ya se habían aclimatado en las tierras de Macarao. Para las arepas
y cachapas del desayuno nativo, que ya los españoles se habían acostumbrado a
comer con buen avío de queso fresco fabricado en las vaqueras de Catia o de Las
Barrancas, se hinchaban a los extremos del valle los copiosos maizales, buenos
también para el sustento de las bestias.
La tierra que tan maternalmente los
alimentaba servía también para guarecerlos. Formando cuadrilátero alrededor de
la explanada que señalaron como Plaza Mayor, levantaron sus primeras casas,
ejemplo de un curioso mestizaje arquitectónico en que la técnica indiana del
bahareque tramado con caña amarga, se aplicaba al concepto europeo de la
distribución de los espacios. Más que de albañilería parecían por su acabado
obra de una alfarería rudimentaria.
Eran unas casas esponjadas e hinchonas, con
superficies magulladas de abultamientos y redondeces que denunciaban la acción
directa de la mano, con paredes que ondulaban al ritmo de los torcidos horcones
en que se sostenía su esqueleto; casas que bajo el hirsuto cobertizo de
gamelote que les servía de techumbre sugerían desgonzadas carretas de paja
puestas en hilera. Por su aspecto general y por sus materiales seguían evocando
el primitivismo de la choza indígena; pero contra la diseminación que
dispersaba los vecindarios nativos en regueros de viviendas graneadas por los
campos, ya aquí los frentes se sucedían racionalmente unos en otros, y de la
línea recta que trazaban en conjunto, daban origen espontáneo a ese signo
inicial de toda civilización que se llama la calle. En sus interiores se
estrenaba la cultura del bahareque en novedades como los corredores con su
patio para iluminarlos y ventilarlos, o como sus anchurosas cocinas en que las
elementales topias indianas de tres piedras, se reemplazaron por la técnica más
racional de la hornilla. Como había necesidad de alojar a los caballos, para
entrar con ellos o para sacarlos de la casa sin perturbaciones para la sala,
entre el portón de calle y el corredor se edificó el zaguán. Para comunicar la
casa con el exterior conservándole al mismo tiempo cerradas sus puertas, se
abrieron las ventanas, las que servían simultáneamente como ventiladores,
proveedores de luz, y trinchera o garita en los casos de emergencia.
A favor de la inclinación del terreno,
abrieron al principio dos largas calles paralelas que comenzaban por el norte
en Catuche y llegaban por el sur hasta el Guaire. Una se llamaba la Calle del
Mar, porque enlazaba en su extremo septentrional con el camino hacia La Guaira
por el Ávila. En ella, cercana a la esquina que después se llamó de La Bolsa,
estableció su casa Garci González de Silva. Fue también la calle en una de
cuyas esquinas nacería en 1756 Francisco de Miranda. La otra calle se llamaba
de San Sebastián porque pasaba por la ermita que levantó Losada en homenaje al santo
flechado. El caudal que tenía entonces el Guaire les permitió construir en el término de una de estas calles, un
pequeño puerto al que llegaban en faluchos las legumbres y frutos menores
destinados al consumo de la ciudad.
Bajaban también flotando en la corriente, las
grandes maderas que desde allí se llevaban en mulas hasta los lugares donde se
levantaban las nuevas casas.
Las calles servían a la vez de acueductos:
merced a la pendiente continua del suelo, el agua bajaba con facilidad desde el
Catuche por acequias tajadas en el medio de la calle, y de allí la tomaban los
vecinos en grandes ánforas para llevarla a sus viviendas. Los que vivían más
próximos a la corriente pedían “paja de agua”, o sea el derecho de sangrarla en
ramales que llegaban directamente a sus huertos y patios. El agua tuvo la
virtud de educar a los vecinos en el amor a las tareas de interés colectivo.
Cada sector tenía la obligación de conservar en buenas condiciones el tramo de
acequia de que se servía.
Tuvo además la de concentrarlos en un núcleo
viviendario orgánico y urbanísticamente bien definido –lo que facilita en las
ciudades la acción de los servicios públicos– y, finalmente, como el asesor
topográfico más experimentado, les señaló con el impulso natural de sus
corrientes, la dirección en que podían abrir las nuevas calles. Para mediados
de 1636, cuando también se ha construido la Iglesia Mayor, ya al este de la
gran plaza han aparecido dos nuevas calles: la de la Otra Banda, llamada
después Calle de Catedral, y la de San Jacinto, donde iba a nacer en 1783 Simón
Bolívar.
La arquitectura dominante seguía siendo de
bahareque y paja cuando llegó a Caracas en 1577 el gobernador don Juan de
Pimentel; pero ya se empezaba a trabajar en algunas manzanas con cal, arena y
piedra; ya se cocían ladrillos y tejas; ya de los encofrados de madera
comenzaban a salir las sólidas tapias que anunciaban la evolución de la aldea
provisoria en ciudad estable. Con la llegada de Pimentel se iniciaba una nueva
época para Caracas, pues fue aquel el año en que la ciudad fue elevada por real
mandato al rango de capital de la Provincia de Venezuela. A pesar de que su
administración se vio algunas veces perturbada por los indios que aún quedaban
por amansar, Pimentel que no era un guerrero sino un excelente administrador,
se dedicó ante todo a estudiar las características humanas, económicas y
geográficas del medio en que ejercía su gobierno. Aunque con una prosa que
hubiéramos querido más brillante y animada, compuso sobre Caracas un célebre
informe al Rey que lo define como el primero de nuestros cronistas de la
ciudad; y junto con su informe en el que inventariaba temas como el clima, la
arquitectura, la población y la agricultura, levanta el primer mapa-plano de la
Provincia de Caracas y de la ciudad de Santiago de León. En su mapa aparece la
ciudad como un pequeño tablero de ajedrez compuesto de veinticuatro manzanas perfectamente
cuadradas, y el centro ocupado por el gran cuadrado mayor que forma la plaza
principal. Cada manzana ha sido calculada para cuatro casas de las cuales ya
sesenta y cinco han sido construidas. En estas casas vivían con sus familias
los conquistadores que habían entrado con Losada, parte de los pobladores
blancos que en los primeros días inmigraron desde Borburata y algunos clérigos
y frailes. Con las servidumbres y peonadas indias que vivían en los alrededores
de la ciudad, la población sumaba entonces unos dos mil habitantes. El asiento
de los poderes y casa de los gobernadores ocupaba el lugar donde hoy se
encuentra la Gobernación del Distrito Federal en la esquina del Principal,
llamada así porque en el otro ángulo de la esquina se estableció el
cuartel de la Guardia Principal. –Como la
ciudad carecía de fondos y además había escasez de fuerzas de trabajo las que
estaban casi enteramente dedicadas a las tareas más urgentes de la agricultura
y la cría–, a los ciudadanos que incurrían en infracciones de las leyes y
ordenanzas, la pena que se les imponía era cortar madera y allegar materiales
para la construcción de los edificios públicos. Estas penas las aceptaban sin
protestar los pobladores blancos, porque en realidad quienes las pagaban eran
los indios que trabajaban para ellos. Para pavimentar los patios de las casas
usábanse grandes lajas, para los corredores piedras más pequeñas clavadas de
canto en apretadas hileras, y en algunas habitaciones interiores ya aparecían
los empanelados de ladrillo; pero el material preferido para el piso de los
zaguanes eran los huesos de ganado, los que fijados en la tierra muy juntos y
simétricamente con la coyuntura hacia arriba, se combinaban a veces con franjas
de redondeadas piedrecitas negras para formar las más dibujadas y relucientes
superficies. Único tema de regocijo colectivo, y motivo también para airear sus
enmohecidos lujos de guardarropía, eran las fiestas religiosas que de vez en
cuando reunían a la población en el centro de la ciudad. Festejadas por
campanas, salvas de arcabucería, música de vihuela y gaitas, salían en
procesión Santiago el patrón de la ciudad, o San Sebastián acogido por Losada
como su protector contra las flechas, o el milagroso San Mauricio, a quien
atribuían gran eficacia como santo insecticida. Las procesiones eran un piadoso
pretexto para celebrar en la Plaza Mayor sus animados juegos de toros, cañas y
cabalgatas, deportes viriles a los que seguían los bailes y pantomimas con
máscaras. Las damas vestían para la ocasión sus más señoriales sayas en pesados
damascos o tafetanes ornamentados con acuchillamientos y pasamanería de hilos
de oro, y los caballeros armonizaban en sus jubones y ropillas, en sus
esponjados calzones de terciopelo o de perpetuán, combinaciones dignas de un
Velázquez en que los colores eran el verde manzana y el dorado, el negro y rosa
seca, el carmesí y el marfil viejo. Y no faltaban en el colorido conjunto los
abigarrados cuadros de indios que bailaban en el círculo al son de sus tambores
y maracas, ornamentadas las cabezas con plumajes amarillos y rojos. En días de
mayor regocijo público como el de Navidad, parece que también se organizaban
espectáculos de una elaboración artística más complicada, pues citando a un
testigo que no menciona la fecha, cuenta un cronista que por aquellos tiempos
se vio aparecer en la Plaza Mayor al capitán Pedro Galeas en un carro alegórico
que representaba el vencimiento del Tirano Aguirre.
Después de la plaga de langostas que había
arruinado la agricultura en 1574, no experimentaron los pobladores otra
calamidad pública que el incendio que
destruyó en 1579 la ermita de San Mauricio; pero en 1580, sin disponer para su
defensa de otro recurso que el de las inocentes rogativas a San Pablo, el valle
es cruelmente atacado por un mal desconocido y terrible.
Esa fue la epidemia de viruelas que decidió
por fin en favor de los españoles la lucha contra los indios, dejando a miles
de ellos tendidos por los campos, pero que también diezmó a las tribus ya
amansadas y a las familias pobladoras, y al restarle sus mejores brazos a la
tierra paralizó la producción.
Para que estas epidemias llevaran a veces sus
estragos a magnitudes de hecatombe y tierra arrasada, favorecíanlas no solo su
encuentro con vastas comunidades humanas que aún no habían desarrollado sus
defensas naturales contra ellas, ni solo la indigencia casi absoluta en que
vivían las ciudades en materia de asistencia social, sino el espíritu
supersticioso que dominaba en los españoles para enfrentar las plagas y pestes.
Casi intactos habían trasladado a América los usos y ritos del creencialismo
medieval, que aún prevalecían en la reaccionaria España de Torquemada cuando ya
en Italia, Inglaterra y Holanda se abría paso el luminoso cientificismo del
Renacimiento. Interpretando las calamidades como explosiones de la ira de Dios,
creían ingenuamente poder aplacarlas invocando la abogacía de santos y santas
capaces de elevar hasta el colérico Creador su imploración de clemencia. Así
las energías colectivas y fondos que pudieran dedicarse a medidas prácticas de
sanidad se distraían en procesiones, en misas, en levantamiento de altares y
ermitas para los santos elegidos como abogados de la ciudad en momentos de
flagelo. El resultado era retardar en el pueblo el advenimiento de una
conciencia sanitaria y dilapidarle recursos y cuidados que ha podido dedicar a
la preservación de su salud, en el sostenimiento de cultos y supercherías que
se multiplicaban con las calamidades. Cada peste y cada plaga tenía su
correspondiente antídoto en el santoral, y desde luego cada santo arrastraba su
fauna parasitaria de clérigos y cofradías que medraban de la candidez de los
devotos. A la plaga de la langosta siguió el culto de San Mauricio; a la de la
viruela el de San Pablo; contra el gusano del trigo se erigió el de San Jorge;
contra los parásitos que arruinaban el cacao, el de Nuestra Señora de las
Mercedes; se invocaba a la Virgen de la Copacabana contra las sequías, a las
del Rosario y de las Mercedes contra los terremotos, y a San Nicolás de
Tolentino contra los ratones que se comían las sementeras. Hasta para preservar
a las gallinas de la enfermedad llamada pepita tenían en todas las casas una
peana con la imagen de Santa Rosita de Viterbo. Para conjurar las centellas en
los días de tempestad se colocaba en el medio de los patios una cruz de palma bendita
puesta sobre un plato de agua.
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