Nota: el presente texto está conformado por fragmentos
del ensayo “LA VIDA DE LA MÚSICA Y SUS
INSTRUMENTOS” de Aquiles Nazoa, publicado en su antología “Las cosas más
sencillas”, Caracas, 1972. Esperamos sea de su interés.
Gracias por su visita.
Isaías Medina López
Coordinador.
¿Por qué hace música el hombre? ¿Qué
necesidades o qué emociones lo impulsaron a manifestarse en la expresión
musical? ¿De qué parte o de cuál mecanismo de su ser le sale al hombre la música?
La música, en sus orígenes, se asocia a la
necesidad de comunicación entre los hombres, y en tal sentido es seguramente
anterior a la palabra. Para avisarse de los peligros, para llamar a su hembra,
para convocar a los iguales en las tareas que exigían la concurrencia
colectiva, el hombre primitivo disponía del ululato, del grito salvaje al que a
la vez para diferenciarlo del de los otros animales, y para imprimirle una
significación en cada caso, debía
imponerle una entonación, una modulación y una medida: así nació la música.
Todavía en muchas regiones selváticas de América y África, en las regiones
montañosas de los Estados Unidos y en el
Tirol especialmente, se oyen ondulando por las distancias, esas ululaciones que
han traído hasta nuestro tiempo las formas elementales del canto. Sirvió
también la voz humana, entonada y modulada, como coadyuvante en las tareas de
la caza, en función de imitar el reclamo de los animales para atraerlos al
cazador; y no sólo para seducirlos por imitación, sino para amansarlos y
cautivarlos por el poder sugestivo de la cadencia melódica, como lo siguen
haciendo los vaqueros con sus manadas de reses o en el ordeño, o como lo hace
en el folklore cinegético de Venezuela ese personaje mágico que es el silbador
de iguanas, docto en traer vivo hasta sus manos al reptil, previo un larguísimo
rato, silbándole monótonamente al pie del árbol.
Inventó pues el hombre la música como medio
de comunicación y de trabajo, y al propio tiempo se descubrió a sí mismo como
el primero de sus instrumentos musicales. Las manos ahuecadas alrededor de la
boca, proyectaron su voz; entrechocadas en el palmoteo, le proporcionaron el
primer instrumento acompañante. Asociadas la voz y las manos al ritmo natural
de la marcha, nació la danza, forma visible de la música. En el rumor del
viento recogido en las playas por los caracoles vacíos, descubrieron los
habitantes de los litorales el más antiguo de los instrumentos de aliento.
Simultáneamente hicieron el mismo descubrimiento en el cuerno de algún animal
muerto, los que vivían en las regiones mediterráneas. (Aún quedan entre los
descendientes de la raza guaiquerí, en el oriente venezolano, marineros y
pescadores que son verdaderos virtuosos del caracol llamado guarura; todavía se
ven por nuestros campos cazadores que usan el cuerpo para orientar a sus
jaurías). Trasladado el principio de los caracoles y de los cuernos a los
bambúes, a los carrizos, a las delgadas cañas cuyo corazón se pudría a la
orilla de los ríos, origináronse los pitos y las flautas. De las calabazas
caídas que se secaban al sol con las semillas adentro, nació la idea de las
sonajeras y maracas. El entrechocar rítmico de dos palitos bien duros, cortos,
regordetes y cilíndricos, define ese remotísimo antecedente de las castañuelas
que es clave, ese instrumento de dos miembros tan característico hoy de la
música afroantillana, y cuyo sonido tipificó la metáfora inmortal de García
Lorca como “gota de madera”. Fácil es adivinar cómo nacieron los tambores, antiguos
como la antigüedad de la música misma, el más simple, acaso, de los
instrumentos musicales, pero el único que exterioriza, de una manera directa,
todas aquellas fuerzas interiores que el hombre siente exaltadas cuando está en
disposición de crear, o sea el ritmo de su sangre, los latidos de su pulso, la
respiración de sus pulmones y el batir de su corazón.
El hombre comienza a ser artista en el
momento en que deja de ver el mundo como un motivo de lucha animal, como
guarida o como madriguera de su hambre y de su urgencia sexual, para empezar a
sentirlo como un misterio. En el avance severo de la noche al fin de cada día,
lo abate la incertidumbre; en cada amanecer lo ilumina una nueva esperanza; con
el paso de las estaciones contrae el sentido del tiempo, y con él la angustia
ante la certeza de que va a morir. Siente en las desoladas noches repercutir
los latidos de su corazón en el lejano palpitar de los astros; siente, frente a
las infinitas lejanías marinas, un ansia inefable de liberarse a esa distancia
misteriosa. De esas emociones surgen en los tiempos primitivos los graves y
melancólicos cantos en el atardecer, coros gimientes, elegíacos y solemnes, en
cuya evocación inspira Wagner los cósmicos acentos de su canción a la Estrella
de la Tarde.
No se sabe en qué período de su historia
comenzó a cantar el hombre, pero sin duda debió ser cuando sus necesidades
elementales se sublimaron en emociones, cuando sus emociones cobraron los
nombres de alegría, de llanto, de ternura, de muda contemplación de su destino.
Servíanle al hombre primitivo sus
instrumentos rudimentarios para satisfacer elementales necesidades de
comunicación y movimiento, mas no para expresar lo profundo de su
sentimentalidad, ni su inteligencia realzada por la conquista de la palabra, ni
su sensibilidad afinada por la vecindad de las flores, de los pájaros, del
agua. Así pues multiplicó el hombre las posibilidades sonoras de la flauta; juntando
varias entre sí de mayor a menor como los dedos de una mana, quedó inventada la
zampoña. Intuitivamente dejaba establecido con la invención de este nuevo
instrumento, uno de los principios capitales de la música, a saber, que con las
longitudes varían los sonidos. Es la zampoña uno de los instrumentos de más
rancia tradición en la historia de la música. La mitología griega le atribuye
su invención al dios Pan, deidad representativa de la naturaleza, mitad hombre
y mitad macho cabrío, que recorría los campos acompañando con su instrumento
las danzas de las ninfas. Por eso llámase también la zampoña flauta de Pan. Hoy
sigue siendo el instrumento nacional de los pueblos altiplánicos, Bolivia y el
Perú, y de ella se originó, en Europa, el majestuoso instrumento en que
esplendió la figura de Juan Sebastián Bach: el órgano.
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