El siguiente enlace se nutre con fragmentos seleccionados del ensayo “Los primeros tiempos de Caracas”, del notable escritor venezolano Aquiles Nazoa, como un sencillo, pero sentido homenaje al conmemorarse los 100 años de su natalicio. Las marcas en negritas, indicadas con asterisco son un aporte nuestro.
Gracias por su visita.
Isaías Medina López.
*Contexto. Más que la suplantación de una
cultura por otra, como fueron las conquistas de México o del Perú, la conquista
de nuestras tierras del Caribe se planteó a los españoles en los términos de
una lucha entre el hombre y la naturaleza en su más primitiva elementalidad. Lo
que encontraron fue un mundo virgen, regido por el sol y las aguas, donde los
seres humanos eran otra fuerza ciega de la tierra como las tempestades y como
las fieras; donde la lengua que se hablaba se confundía con los ruidos de la
naturaleza, y los hombre tenían los mismos nombres que las plantas, los ríos,
los insectos y los pájaros.
Sometida y catequizada una tribu, ya a la
vuelta de una ceja de monte les esperaba otra, y a la cabeza de ella su
cacique, rodeado por su cohorte de flecheros, rey y señor del pequeño pedazo de
mundo por el que estaba dispuesto a morir con su pueblo. Tribus nómadas, tribus
sembradoras, tribus guerreras y nombres de caciques multiplicábanse en el
paisaje a medida que se recorrían las distancias.
Defendidos por sus montañas, favorecida su
naturaleza por la abundancia de aguas mansas y por la proximidad del mar,
integrando la comunidad aborigen más numerosa del país, vivían en el norte de
Venezuela los tarmas, los mariches, los teques, los aruacos, los taramaynas,
los caracas, cada tribu en su pañizuelo de tierra o en su hilo de costa, y a su
cabeza bravos capitanes que se llamaban
con nombres alusivos a la guerra o al paisaje como Sunaguta, Guaicamacuto,
Paramaconi, Tamanaco…
Pedro de Miranda, el nuevo Teniente de
Gobernador y Capitán General exploró las tierras de los caracas siempre
apuntando hacia las minas de oro localizadas en tierras que Guaicaipuro había
hecho inexpugnables, le encareció al gobernador el envío de gentes
experimentadas capaces no solo de conquistarlas, sino de afirmar su conquista.
Nombró entonces Pablo Collado para esa empresa a Juan Rodríguez Suárez, el
fundador de Mérida, llamado por causa de su vistosa vestimenta, El Caballero de
la Capa Roja.
*Guaicaipuro y Juan Rodríguez Suárez. Era el
año de 1560 cuando Rodríguez Suárez, acompañado por tres de sus hijos, todavía
niños, y con treinta y cinco hombres, penetró en las tierras de los teques sin
encontrar resistencia. Allí le salieron al paso Guaicaipuro y sus flecheros,
obligando el español al bravo cacique a pedirle la paz después de varios recios
combates.
Sin advertir que la paz pedida solo entrañaba
una maniobra de tregua estratégica, dejó Rodríguez Suárez, junto con sus tres
niños, algunas gentes de laboreo en las minas de San Pedro de los Altos, y
siguió por los valles del Tuy la ruta de Caracas.
Al llegar al Valle de San Francisco se enteraba Rodríguez Suárez por un sobreviviente del desastre, de que en las minas de San Pedro se había producido un asalto de Guaicaipuro, y que además de los hombres de laboreo los tres niños habían sido degollados. Deshecho de dolor, pero colérico y vengativo, corre Rodríguez Suárez a la ciudad de El Collado a aconsejarse con Fajardo acerca de cómo organizar una incursión de escarmiento a Guaicaipuro. Mas ya para entonces las tribus se han agrupado en lo que en el lenguaje político de hoy llamaríamos un gran frente nacional, con Guaicaipuro como jefe máximo.
Y mientras Rodríguez conferencia con Fajardo,
cae sobre el hato de San Francisco, Paramaconi, cacique de los taramaynas y
capitán de Guaicaipuro, e incendia la
ranchería, flecha el ganado y siembra el pavor entre los hombres. Estos sin
embargo resisten, y habiendo logrado una momentánea retirada de Paramaconi, se
encontraban recogiendo los restos del aprisco y restaurando los humeantes
ranchos, cuando vino a sorprenderlos un nuevo ataque de seiscientos flecheros
acaudillados por el tenaz cacique, poniéndolos en fuga hacia el mar, mientras a
sus espaldas se enciende el cielo de Caracas con las llamas del nuevo incendio,
y las distancias se pueblan de angustiosos mugidos. En su desalada fuga se
encuentran los hombres por el camino con Rodríguez Suárez que viene de regreso,
y enterado de lo ocurrido los arenga vigorosamente a no aceptar la derrota y a
volver a la heredad tan fatigosamente conquistada.
Después de una lucha cuerpo a cuerpo con Paramaconi que al acometerlo cerca de las lomas de Caroata le dejó herido, recibió Rodríguez Suárez la noticia de que el Tirano Aguirre había desembarcado en Borburata. Para hacerle frente a aquella figura diabólica de nuestra historia, fuerza anarquizada de la Conquista española, resuelve Rodríguez Suárez aplazar sus operaciones de venganza contra Guaicaipuro y partir inmediatamente hacia Valencia en compañía de seis hombres. Remontaban la altura llamada de Las Lagunetas en la región de Los Teques, cuando se vieron enfrentados por un enorme ejército de flecheros de Terepaima, otro de los lugartenientes de Guaicaipuro, mientras Guaicaipuro mismo a la cabeza de otra multitud les cortaba la retirada por la espalda. Procurando compensar, con la ventaja que les daban sus caballos, con la eficacia de sus partesanas, sus mosquetes, sus arcabuces con bala de piedra, de sus alabardas y sus sables, la superioridad numérica de la lluvia de flechas que caía sobre ellos, dieron aquellos siete hombres solos la más heroica batalla que recuerda la historia venezolana. Habiendo logrado parapetarse debajo de un peñón de la montaña, luego de pasar una noche bajo aquel amparo decidieron al amanecer abrirse camino con la espada. Pero estaban demasiado cansados y sedientos. El último en caer vencido fue Juan Rodríguez Suárez que, cediendo a la fatiga, se sentó en el tronco de un árbol caído y allí quedó muerto, siendo desolladas su barba y su cabellera y tomadas por los indios como trofeo.
A la muerte de tan animoso capitán, a la
táctica de los indios de coordinar todas sus acciones subordinándolas a la
estrategia de un comando único. Allí asumió
la vanguardia de sus tropas don Diego de Losada. Ya para entonces sonaban en el
seno de la montaña los ululantes fotutos de guerra, y comenzaban a blanquear
aquí y allá los hilos de humo mediante los cuales unas tribus se avisaban a
otras la proximidad del enemigo. Poco después llovía sobre los expedicionarios
la primera granizada de flechas.
* Losada contra Guaicaipuro. Acaso
sorprendidos los indios por la cuantía de los invasores, debieron dejarlos
pasar después de sufrir grandes destrozos bajo la acometida de los arcabuceros.
El 26 de marzo de 1567, contempla Losada desde las alturas de San Pedro el
fastuoso espectáculo de los guerreros de Guaicaipuro que venían a su encuentro.
Empenachados con plumajes de los más lujosos colores y acaudillados por sus
graves caciques, con bullicio y entusiasmo que parecía de fiesta, allí lo
aguardaban para darle combate los tarmas, los mariches, los teques, los
aruacos.
Losada, aconsejado por la prudencia, duda un instante; mas vence en él su espíritu guerrero, y al grito de ¡Santiago!, arremete con furia al enemigo; lo siguen los jinetes, causando tal estrago con las lanzas, que queda derrotada la vanguardia india. Los tarmas y mariches valerosos resisten el empuje de la caballería, dando tiempo a que se rehagan los desbandados teques; avanzan los infantes españoles haciendo con sus espadas terrible carnicería sobre los desnudos cuerpos de los indios y estos arrojan sobre ellos tal número de flechas que cubrían el cielo al dispararlas. Todo es confusión, sangre y gritos de rabia y de dolor; los dos ejércitos combaten con denuedo; pero entre ambos comienzan a ceder a la fatiga, cuando Ponce de León, Galeas, Infante, Alonso Andrea, Sebastián Díaz, Diego de Paradas, Juan de Gámez, García Camacho y Juan Serrano, ladeando una colina atacan por la espalda al enemigo; a tiempo que Losada, advertido del peligro, los anima gritando: ¡Ahora, valerosos españoles, es el momento de conseguir el triunfo que nos ofrece la victoria!, renovándose el ataque con tal brío que el fiero Guaicaipuro, el que a todos anima dando ejemplo de inaudito valor, tinto en su propia sangre y la enemiga, temeroso de perder todas sus huestes, ordena la retirada dejando paso libre al vencedor.
*Tácticas de Guaicaipuro. Aunque técnicamente
inferiores para la guerra, contaban las tribus con una superioridad numérica
que les permitía liquidarlos por agotamiento. Por diez indios que caían en un
lugar, ya en otro aparecía el tumulto de otros cien que venían a vengarlos. Y
simultáneamente con presentarles combate abierto les asaeteaban taimadamente
los caballos, les envenenaban el agua, les erizaban el terreno de púas y
estacas envenenadas, arrasaban con los alimentos del campo, los mantenían
insomnes con el rumor de sus fotutos y tambores entenebreciendo las
interminables noches. Con la eficacia diabólica de una moderna organización
terrorista, multiplicados por toda la comarca en infinitos grupos, les tendían
emboscadas, los enloquecían con operaciones de distracción, y forzándolos a
mantenerse siempre juntos (porque una de las técnicas de la estrategia indiana
era la de la cayapa), les inmovilizaban toda iniciativa basada en la
distribución del trabajo.
*Fundación de Caracas. Fundó don Diego la
ciudad en el sitio que su circunstancia de conquistador asediado le permitía
mantenerse a prudente equidistancia de los mariches, de los chacaos, de los
taramaynas, de las tribus que vigilaban desde los cuatro horizontes... la
inmensa y más agresiva masa indígena, cuya disposición de resistencia tenía su aliciente
mayor en la figura del gran Guaicaipuro, ante los agasajos y solicitaciones
amistosas del español se mantenían en la más cerrada intransigencia.
La gran batalla. En la operación de más
vastos alcances que en aquellos tiempos intentaron las tribus por desalojar de
su valle a los españoles, a comienzos de 1568 tuvo lugar en la explanada de
Maracapana, hoy Catia, una magna asamblea de caciques que en conjunto
representaban, a diez mil indios. Acordando por unanimidad poner la operación
bajo el comando supremo de Guaicaipuro, coordinaron con suma cautela y en el
mayor secreto una de esas batidas de arrasamiento total y en movimiento
relámpago que en el lenguaje de la guerra moderna llamaríamos una blitzkrieg.
Pero en las vísperas mismas del momento señalado para el ataque, recelando
Guaicaipuro por equivocados indicios que la conjura había sido descubierta por
los españoles, optó por replegarse con sus gentes y abstenerse de concurrir al
combate. Aunque desmoralizados y en parte desbandados por la ausencia del brillante
jefe, de todos modos arremetieron las enardecidas masas de los otros caciques
contra la ciudad. Los españoles hasta entonces no habían enfrentado una
acometida de semejante magnitud, pero el desconcierto, la dilación y
vacilaciones que siguieron entre la indiada a la abstención de Guaicaipuro, le
habían dado ya suficiente tiempo a Diego de Losada para disponer sus defensas.
La propia táctica de los indios de acometer al enemigo ciega y tumultuariamente
en el pequeño espacio de que disponían, sumada a la de los españoles de soltar
sus caballos a la desbocada sobre los nutridos tumultos, resolvió la batalla en
hecatombe de tribus enteras y dolorosa huida de indios heridos. De los caciques
más valerosos solo quedó en el campo Tiuna, quien murió increpando al propio
Diego de Losada para que se enfrentara con él en lid de cuerpo a cuerpo.
*Reacción española. Tranquilizadas por lo
pronto las tribus después de tan sangrienta derrota, la breve pausa que siguió
en las tareas guerreras permitió a los conquistadores emprender la construcción
de viviendas, abrir accesos fáciles al agua y emprender el cultivo de la tierra
para proveer la alimentación.
Y como el más estimulante ejemplo para los
indios de lo que los españoles eran capaces de hacer con los pueblos a que
sojuzgaban, junto con los animales de trabajo, con las herramientas y con las
mercancías, comenzaron también a llegar a Caracas los primeros esclavos negros.
*La muerte de Guaicaipuro. Aunque el egregio
cacique había dejado de guerrear y reposaba con sus flecheros, era evidente
para Losada que la figura de aquel obstinado campeón de la resistencia seguía
siendo un símbolo y un ejemplo para los indios. Como después no volverán a
hacerlo sino los comandantes nazis en los países ocupados, se le ocurre
entonces a don Diego instaurarle a Guaicaipuro un juicio sumario en que lo
acusaba del “delito de rebelión”. ¡Curiosa manera de calificar un extranjero
invasor, la legítima resistencia a ser esclavizado que le opone un hijo del
país invadido! Entre las llamas de que
lo cercan en su casa los ochenta esbirros que vienen con el mandato de
secuestrarlo, tasajeado su cuerpo por las alabardas españolas, muere el
gallardo Guaicaipuro peleando su más hermosa batalla. Al caer empuñaba la misma
espada con que dos años antes había caído ante él, El Caballero de la Capa
Roja. Fieles a su capitán hasta el último instante, combatiendo a su lado
fueron rindiendo uno a uno la vida sus veintiséis flecheros.
No había errado la astucia de Diego de
Losada. Quebrantada la moral indiana en la significación más sustantiva de su
vitalidad y de su fuerza, a la muerte de Guaicaipuro siguió un inmenso
desaliento en las tribus; siguió ese estado de ensimismamiento en que el indio
solitario, acurrucado en la cresta de un ventisquero, se queda largas horas
interrogando en silencio los signos del lejano paisaje. Como si con Guaicaipuro
hubiera muerto en ellos la voluntad de lucha, el sentido de la vida, la
vocación ínsita del hombre para la libertad, a más de rendir las armas muchos,
de todas las colinas comenzaron a bajar los silenciosos rebaños de indios que
venían a entregársele sumisamente al encomendero. Pudo entonces repartir las
tierras el victorioso don Diego de Losada.
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