CARLITOS, EL 10 DEL PASO LAS NEGRAS
La madrugada de aquella histórica semifinal, su
padrastro golpeó a su madre y hermanito. Cada episodio similar dejaba un halo
de tristeza y desaliento en Carlitos, el 10 del Paso las Negras, el zurdo que dribla
a todos en la sub 14. Sus ojos contenían las lágrimas, de nuevo violencia en
casa y, por otra parte, Venezuela perdía 1- 0 ante Uruguay por las semifinales
del mundial sub 20, corría el minuto 89 y no parecía haber por dónde.
Estalló en llanto cuando Samuel Sosa clavó en
el ángulo aquel tiro libre, no podía gritar y se tragó cada letra del gol,
hipeando de alegría y desazón. Vio la prorroga en silencio y lloró con más
ganas luego que Wuilker Fariñez tapó el penal que ponía a Venezuela en la
final. Se fue a la cama y murmuró plegarias que de nada habían servido hasta
entonces, pero que aliviaban su alma atribulada e inquieta.
Carlitos no conoció a su padre ni su padre lo
conoció a él, murió luego de un disparo en la cabeza mientras huía de un robo.
Lo dejó estando en el vientre de su madre, cuando ella ni siquiera sabía cuidar
de sí misma. Vivían en el barrio Paso las Negras de San Carlos, en una piecita
triste y llena de cornetas estruendosas.
Carlitos es elocuente dentro y fuera de la cancha, tiene ojos negros profundos y curiosos, piel trigueña y cabello de indio. El profe lo pone de enganche en un 4-2-3-1 dinámico y efectivo, propio para moverse a sus anchas en zona 3, pasar rivales como conos, abrir las bandas con limpidez, tirar un pase al fondo para provocar un mano a mano y de vez en cuando, solo de vez en cuando porque su placer está en pasarla, meterla en el arco con elegancia y maestría.
Carlitos es de alma noble, incapaz de hacerle
daño a nadie. El ambiente que lo rodeaba en casa, lleno de alcohol, drogas y
violencia en todas sus expresiones, no transformó su corazón lleno de bondad.
Cuando descubrió lo maravilloso de patear una pelota, sus sueños viajaron lejos
y, por cada lágrima derramada en casa, se afianzaba más su anhelo de jugar en
la Vinotinto. El fútbol es su refugio.
Un día el Club consiguió un amistoso con la selección
nacional sub 15 de Venezuela dirigida por Frank Piedrahita. Carlitos no cabía
en sí, era su gran chance, el profe le dijo que buscaban un 10 para llevárselo
al Suramericano.
El día del partido, Carlitos dio recital en
el Barreto Méndez, asistió a dos compañeros y marcó de pelota quieta en el
empate a 3 de ambos equipos.
Tras el pitazo final, Piedrahita se le acercó
y puso su mano fuerte en sus hombros exclamando: “Carlitos, tú serás el 10 de
mi equipo, preséntate en el último modulo que será en Margarita en 15 días, nos
vamos al suramericano, serás Vinotinto”.
Carlitos lloraba de alegría, el profe
prometió gestionar todos sus permisos, gastos y cualquier dilema que pudiera
surgir en su hogar disfuncional.
La mañana que debía viajar, fue al cementerio
a visitar la tumba de su padre, esta vez invadido por una sensación de
libertad, colmado de un destino del que se sabía dueño. Frente a la lápida
exclamó lleno de orgullo: “Puedes estar orgulloso, papá. Siéntete feliz porque,
como siempre has querido, no voy a ser como tú, seré el 10 de la Vinotinto”.
CHIMOERO
“El cátcher es González”, frase dilecta de
las muchas que oí de su voz recia, fuerte y firme, la misma cuales ecos
retumbarán para siempre en cada rincón del estadio de Las Vegas. En contraste
con su voz y carácter de Sargento, está su figura enjuta y piernas flacas, en
su piel morena oscura destacan grandes ojos negros, esos infalibles en los
detalles, los que veían poca melodía en un wine up, mala sincronía en un swing,
poca elegancia en el fildeo o mezquina entrega en la jugada.
Recuerdo cuando entraba al estadio y
saludaba: “Epa, muerto”. Su mano siempre empuñaba un bate lánguido y
desvencijado, llamado fongo, ideal para dar elevados y roletazos a sus entrenados.
Chimoero vestía sencillo en cada práctica, mono
de pelotero, franela deportiva y gorra medio puesta. Era la misma pinta con la
que repartía la correspondencia de la Compañía Anónima Nacional de Teléfonos de
Venezuela, faena a la que dedicó muchos años de su vida.
Luis “Chimoero” Palencia era un lanzador
prolijo, un curveador elegante que compitió en la entrañable liga doble A de
los 70. Pero el recuerdo más bonito y valioso que Chimoero tiene para su gente,
es en su rol de entrenador. Cuánto agradecimiento de varias generaciones de
peloteros vegueros y cojedeños para con este personaje.
Chimoero defiende siempre a su manada cuál lobo,
una noche, luego de una larga inauguración de un campeonato estadal en el
estadio Alfonso Ríos de San Carlos, un raterito arrancó de mi cabeza la gorra del
uniforme y se fue en carrera. Chimoero saltó de la pickup en la que estábamos
con la agilidad de un acróbata, tomó la primera piedra que alcanzaron sus manos
y la arrojó con fiereza al niño que corría victorioso. Fue inútil el esfuerzo,
pero me quedó su actitud de padre protector.
Su consejo fue clave para el campeonato nacional
que ganamos en Yaracuy en 1999, donde 5 vegueros fuimos parte del roster de la
selección de Cojedes; gracias a él Engelberto Caballero repartió leña en
cualquier estadio al que fue; su palabra sabia inspiró al poeta Enrique de la
Vega a escribir y cantar:
“Coge la bola me decía Luis Chimoero, cuando
en el campo la perdía por un error, usa la mente y la malicia que eso es bueno,
si en un momento piensas llegar a campeón”. Raiwinson Lameda firmó con Boston
Red Sox y desde entonces, lo menciona siempre entre las personas más
importantes y decisivas de su carrera.
En cuanto a mi concierne, querido amigo, ya no
soy aquel receptor que hiciste capaz de llamar buenos lanzamientos del pitcher
ni de fajarse tras el home con la valentía de un espartano. Pero si puedo, al
menos eso creo, rendir culto con esta pieza literaria a tu inmortal aporte. Por
eso, apreciado Chimoero, te dejo estas líneas capaces de trascender el tiempo y
el espacio, como símbolo de agradecimiento y cariño, en nombre de mi generación
y de todas las que con esfuerzo y altruismo formaste en el béisbol.
MI AMIGO BERNABÉ
Por fonética o sólo para no forzar su
garganta, me decía Jeito en lugar de Héctor. Lo conocí en mi alegre paso por la
Empresa Socialista Pedro Camejo, la CVA de las máquinas, como la llamaban en el
pueblo.
Bernabé es un viejo firme, con ojos verdes de
gato astuto, la piel curtida por las sales de la vida y de formas lentas pero
confiadas. Era uno de los tractoristas más experimentados de la institución, su
acento guaro delata su origen. Llegó al Charcote convocado por la lucha de
tierras y allí permanece, ya en otro contexto de la historia.
Bernabé nunca decía no, cigarro en mano me miraba
con complicidad y exclamaba: “Usted si j… Jeito”. Cuando algo salía mal y me
veía obligado a interpelarlo, se excusaba con una de las frases más tiernas que
oí jamás: “Yo toi viejo Jeito”.
Hallaba un apodo para todos, al jefe de seguridad,
de apellido Kowalesinski, le decía Kawasaki, al jefe de taller le decía
fresita, y a Yurancis, su amada y consentida, la llamaba machito.
Bernabé dice que es malandro, con base en todas las cosas hechas en la vida, una de ellas armar muchas tanganas y amanecer varias veces encanado. Por lo general usa camisa a cuadros, jeans desvencijados, botas vaqueras y gorra medio puesta. Su cabello es blanco y camina arrastrando los pies.
Escribo estas líneas a modo de
agradecimiento, no hay cigarros en el mundo para agradecerle la gentileza con
la que siempre me trató, especialmente en aquellos días donde me aventuré a
prepararme en docencia universitaria en Maracay.
Era época de bonanza y quincenas decentes, Bernabé
tenía un carrito azul, que en aspecto era verlo a él con 4 llantas adheridas.
Yo tenía que estar muy temprano los sábados en el pedagógico, era imposible
salir de Las Vegas antes de las 6 am en transporte público. Él se ofreció para
llevarme cada semana al terminal de San Carlos a las 4 de la madrugada. Siempre
práctico para argumentar dijo: “Yo casi no duermo Jeito, yo lo llevo”.
Así fue en los 6 meses intensos que duró mi preparación
docente, un día olvidé avisarle de una clase cancelada y a las 4 am me despertó
un ruido de piedras sobre el techo, era el viejo Bernabé esperando afuera, por
la ventana distinguí su sonrisa sincera. Me excusé y respondió sin atisbo de
reproche: “Usted si es loco Jeito”.
El mundo dio vueltas y nuestros caminos cogieron
rumbos disímiles, hace unos días la causalidad me lo puso enfrente en un lugar
del sendero: “Jeeeito”, dijo alargando la e, “usted ta igualito”. Al son de una
mirada brillante nos dimos un abrazo fuerte, dimos pormenores breves como buenos
sintetizadores y seguimos.
Bernabé estará siempre en mi corazón, es bonito contar con los dedos de la mano a los verdaderos amigos. Bernabé no sabe leer, pero espero se entere que escribí estas líneas como gesto inapelable de cariño.
Textos tomados del libro "Estamos hechos de recuerdos" de Héctor Nuno González (San Carlos, 2020) publicado por El perro y la rana, Imprenta Regional Cojedes.
Lea otros cuentos de Héctor Nuno González en:
Leyendas y cuentos cortos venezolanos (23) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_16.html
Leyendas y cuentos cortos venezolanos (25) Varios autores
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Leyendas y cuentos cortos venezolanos (26) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_27.html
Leyendas y cuentos cortos venezolanos (27) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_62.html
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