Hablemos de la noche del 25 de septiembre de
1828. Por una casualidad, Manuela, que con frecuencia vivía en palacio, estaba
algo indispuesta en la tarde del 25, y no había salido de la casa que habitaba.
Sintiéndose el Libertador enfermo manda a llamarla, al anochecer, pero ella se
excusa por no hallarse bien. Instada por aquél, y juzgando que podría serle
útil, se abriga, y como había llovido se pone doble calzado, queriendo evitar
la humedad. Al llegar a la mansión del Libertador se impone de que todo el
mundo estaba indispuesto, comenzando por Bolívar y continuando por su sobrino
Fernando, el edecán capitán Ibarra, el mayordomo Palacios, y ausente, por estar
igualmente indispuesto, el edecán coronel Ferguson. Fuera de la pequeña guardia
de ordenanza, nadie más estuvo de facción al cerrarse la puerta de palacio, ni
temores inmediatos abrigaba el Libertador, quien después de un baño tibio
durante el cual le leía Manuela, se entregó al descanso. Bolívar no había dado
oído a las repetidas denuncias de una conjuración, aunque creía que iba a
reventar una revolución, y contando quizá con su buena estrella no tomó
precauciones.
Las doce de la noche serían cuando los perros
de palacio ladran, y tras éstos se sienten ruidos en la puerta del edificio.
Era el momento en que los conjurados, en posesión del santo y seña y
contraseña, después de engañar a los centinelas, bregaban por la entrada.
Manuela despierta a Bolívar, y le instruye de lo que presiente. Bolívar se
arroja del lecho, toma su espada y una pistola, y se encamina a la puerta de la
sala para abrirla.
Manuela le contiene y le aconseja vestirse,
lo que ejecuta con denuedo y prontitud, y no encontrando de pronto las botas se
calza los zapatos dobles de la favorita.
—Bravo –dice Bolívar a la favorita–; vaya,
pues, ya estoy vestido ¿y ahora qué hacemos? ¿Hacernos fuertes? del volumen
secuestrado. Reciba este amigo nuestro agradecimiento. No creemos pasen de tres
los ejemplares salvados de tan rico acopio de documentos referentes a los años
de 1826, 1827 y 1828.
Dirígese por segunda vez a la puerta, hacia
la cual se aproximaban los conjurados. Manuela lo detiene y le señala el balcón
bajo del palacio que cae a la calle lateral.
—¡Al cuartel de Vargas! –exclama Manuela. —Dices
bien –contesta Bolívar, y avanza hacia el balcón.
Pero Manuela le detiene por tercera vez, pues
siente que pasa gente; y tan luego como queda la calle silenciosa, abre el
balcón y sin tiempo ya para ayudarle a salvarse ni para cerrar las hojas de
aquél, sale al encuentro de los conjurados que, sedientos de sangre, la agarran
y la interpelan.
—¿Dónde está Bolívar? –preguntan los
invasores.
—En el Consejo –responde Manuela con
serenidad.
Lánzanse sobre el primer dormitorio, pasan al
segundo y al ver el balcón abierto, exclaman “huyó, se ha salvado”.
—No, señores, no ha huido, está en el Consejo
–dice Manuela con voz clara y con ademán resuelto.
—¿Y por qué está abierta esta ventana?
–replican los conjurados.
—La abrí –contesta Manuela–, porque deseaba
conocer la causa del ruido que sentía.
La heroína comprende que ha pasado ya tiempo
suficiente para que Bolívar se escape y alimentando la esperanza de los
conjurados, los interna, les habla de la casa nueva llamada el Consejo, donde
estaba Bolívar, mito con el cual pudo entretenerlos. Chasqueados y enfurecidos
los conjurados agarran a Manuela, se la llevan, cuando el grupo tropieza con el
edecán Ibarra que al abrir la puerta de su dormitorio, ya armado, avanzó sobre
los invasores y fue herido por uno de éstos.
—¿Con que ha muerto el Libertador? –preguntó
el joven edecán a Manuela.
—No, no –contesta Manuela imprudentemente–,
el Libertador vive.
Al escuchar esto, uno de los conjurados toma
por el brazo a Manuela, la interroga de nuevo y no pudiendo saber nada, la
lleva a las piezas interiores; y después de situar centinelas en las puertas y
ventanas, todos huyen.
Entretanto, Manuela acompaña a Ibarra y lo
hace acostar en el lecho del Libertador, donde iba a ser atendido por los
médicos. En esto se escuchan pasos de botas herradas por la calle: era Ferguson
que, a pesar de estar enfermo, quiso venir en solicitud del Libertador. Manuela
abre el balcón, y el edecán la reconoce a los rayos de espléndida luna.
—¿Dónde está el Libertador? –pregunta
Ferguson a Manuela.
—No sé –contestó ésta (quizá por no informar
a los centinelas.) No
entre, Ferguson, porque lo sacrifican –agrega
la favorita.
—Moriré cumpliendo con mi deber –contestó el
valeroso inglés.
A poco suena un tiro: era el pistoletazo que
descargaba Carujo sobre su íntimo amigo Ferguson en los momentos en que éste
llegaba a las puertas del palacio. Como por encanto las guardias abandonan
entonces sus puestos, y soldados y jefes huyen. Tras éstos sale Manuela en
solicitud del doctor Moore para que curara al edecán Ibarra. El doctor,
salvando peligros, llega a la alcoba del Libertador, en tanto que Manuela llama
a Fernando, el sobrino de Bolívar, y acompañada de él toman el cadáver de
Ferguson y lo conducen al dormitorio del mayordomo José que se hallaba
gravemente enfermo.
¿Dónde estaba el Libertador en aquellos
instantes en que sus tenientes, unos tras otros, le buscaban por todas partes? Escuchemos
el relato que nos ha dejado el general Posada en sus Memorias:
El Libertador, que al arrojarse por la
ventana, dejó caer su espada, tomó la dirección del Monasterio de las
Religiosas Carmelitas, oyendo tiros por todos lados y el grito de “¡Murió el
tirano!”. En tan imponderable agonía tuvo un auxilio providencial: un criado
joven de su confianza se retiraba al palacio y oyendo el fuego y los gritos
corría resuelto a donde su deber lo llamaba, y viendo un hombre que a paso
acelerado caminaba en la dirección que he indicado, le siguió y conociéndole,
él, llamó, nombrándose. Bolívar con esta compañía consoladora, procuraba llegar
al puente del Carmen para tomar la orilla izquierda del riachuelo llamado de
San Agustín, que toca con el cuartel de Vargas, a fin de incorporarse a los que
por él combatían; pero al llegar al puente, el criado le hizo observar que
aunque los tiros se oían en diferentes direcciones, el fuego era más activo en
la plazoleta del convento por donde habrían de pasar. En efecto, Bolívar
llegaba al puente en momentos en que los artilleros se replegaban y los de
Vargas salían del cuartel. Una partida de artilleros en retirada, seguida por
otra de Vargas y tiroteándose, se replegaba precisamente por la orilla del
riachuelo que Bolívar se proponía seguir; se oían mezcladas las voces de “Murió
el tirano” y de “Viva el Libertador,” y perseguidos y perseguidores se
acercaban, sin poderse juzgar quiénes serían los primeros y quiénes los
segundos. El momento era crítico, terrible: “Mi general, sígame; arrójese por
aquí para ocultarle debajo del puente,” dijo el fiel criado; y sin esperar la
respuesta se precipitó de un salto y ayudó al Libertador a bajar, casi
arrastrándolo tras sí. Un minuto después pasaron artilleros y Vargas por el puente,
continuando el tiroteo, hasta que alejado, quedó todo en silencio por aquel
lado.
¡Qué noche! Toda la ciudad se puso en vigilia
desde el momento en que los conjurados se apoderaron del palacio. Por todas
partes se escuchaban gritos y disparos. Las compañías del batallón Vargas
perseguían a los artilleros sublevados, y eran las calles de la ciudad el
dilatado campo de batalla. A las repetidas voces de los conjurados, Muera
Bolívar, Muera el tirano, contestaban los sostenedores del orden con las de
Viva el Libertador, viva Bolívar.
Poco a poco van extinguiéndose los gritos
sediciosos, y sólo uno que otro tiro se oye en lontananza. La conjuración
estaba vencida. Grupos de oficiales y ciudadanos a pie y a caballo recorren las
calles, y aclamaciones atronadoras de Viva el Libertador, Viva Bolívar, herían
los aires. Han pasado una, dos y tres horas de angustia: la conjuración ha sido
vencida, pero el Libertador no aparece. ¿Dónde está Bolívar? Es la pregunta que
sale de todos los labios.
Sólo éste y el criado fi el que le acompañaba
lo sabían. La angustia se apodera de nuevo de los defensores. Entonces el
general Urdaneta, ministro de Guerra, dispone que partidas de infantería y de
caballería saliesen en todas direcciones en solicitud del Libertador. Espléndida
luna iluminaba aquel campo de desolación. Entre tanto, dice Posada:
Bolívar agonizaba en la más grande
incertidumbre bajo el puente protector: partidas de Vargas pasaban gritando: ¡Viva
el Libertador! Y temía que fuese una aclamación alevosa para descubrirlo.
Después de casi tres horas de ansiedad,
oyendo los pasos de unos caballos que se acercaban, y los gritos que se
repetían de “Viva el Libertador”, mandó al criado que le acompañaba que saliese
con precauciones, arrimándose a una pared, a ver quiénes eran los que venían:
eran el Comandante Ramón Espina, hoy general, y el Teniente Antonio Fominaya,
Edecán del general Córdova, que conocidos por el muchacho, le anunciaron que
estaba salvo. Salió, pues, con dificultad de la barranca, se informó de lo que
pasaba, y en aquel momento, llegando el general Urdaneta con otros Jefes y Oficiales,
el reconocimiento y el hallazgo hicieron derramar lágrimas a todos. En pocos
instantes supo la ciudad la fausta noticia, por mil gritos repetidos en todas
direcciones. El Libertador, mojado, entumecido, casi sin poder hablar, montó en
el caballo del Comandante Espina y todos llegaron a la plaza, donde fue
recibido con tales demostraciones de alegría y de entusiasmo, abrazado, besado
hasta del último soldado, que estando a punto de desmayarse, les dijo con voz
sepulcral; ¿queréis matarme de gozo acabando de verme próximo a morir de dolor?
Cuando Bolívar, ya en el palacio, después de
haber recibido numerosas felicitaciones de nacionales y extranjeros, quiso
reposar y conciliar el sueño, como lenitivo a tantas angustias, quedó
acompañado de la favorita, pero ni el uno ni la otra pudieron descansar: ambos
estaban febricitantes y bajo el peso de horrible pesadilla. En estos momentos
fue cuando Bolívar dijo a la favorita: TÚ ERES LA LIBERTADORA DEL LIBERTADOR:
título de gratitud con el cual ha pasado a la historia esta mujer original.
Antes de que el Gobierno de Colombia, en
vista y conocimiento de cuanto acababa de suceder, tomara medidas enérgicas
como la demandaban las circunstancias del momento, la primera inspiración de
Bolívar fue noble y generosa: deseaba el perdón de los conjurados; mas tan
elocuentes ideas no tuvieron el resultado que él deseara. La política tiene sus
necesidades; es exigente, para lo cual apela en la mayoría de los casos al
cadalso.
El proceso de la conjuración fue abierto, y
víctimas y persecuciones fueron la recompensa de los principales culpables. La
ley se impuso y condenó: no así la favorita que supo desplegar nobleza de alma
a la altura de la obra meritoria, de la cual descollaba como heroína. Aun
faltando a los fueros de la verdad, Manuela arrancó víctimas al cadalso, y
devolvió la paz y el contento a muchos hogares.
En la mayoría de los infortunios humanos está
el triunfo del corazón.
Los odios, las rivalidades, la envidia, la
venganza; todo, todo desaparece ante la noble generosidad que inspiran el
dolor, la miseria, el infortunio, que siguen al desborde de las pasiones
tempestuosas; y es la generosidad en estos casos como el iris después de la
borrasca, nuncio de paz y de perdón. Bolívar y Bermúdez lloraron al abrazarse.
Los jefes, oficiales y soldados al ver salvado a Bolívar, en la noche del 25 de
setiembre de 1828, después de vitorearlo y aun besarlo desde el último soldado
hasta el primero de los tenientes, lloraron también, y todavía a los veinte y
más años de estar en el sepulcro las víctimas y victimarios de aquella noche
terrible, Garibaldi y Manuela Sáenz se enternecen al despedirse a orillas del
grande Océano en 1850. El llanto tiene mucho del cielo, porque tras la lágrima está
el corazón plácido y el espíritu inspirado por las grandes virtudes, don de
Dios a la criatura. ¿Cómo podremos hoy juzgar a la mujer que se conoce en la
historia con el título de Libertadora del Libertador?
Como mujer, como esposa, la justicia ha
fallado y la condena. Como heroína generosa, la historia la admira.
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