Después de la plaga de langostas que había
arruinado la agricultura en 1574, no experimentaron los pobladores otra
calamidad pública que el incendio que destruyó en 1579 la ermita de San
Mauricio; pero en 1580, sin disponer para su defensa de otro recurso que el de
las inocentes rogativas a San Pablo, el valle es cruelmente atacado por un mal
desconocido y terrible.
Esa fue la epidemia de viruelas que decidió
por fin en favor de los españoles la lucha contra los indios, dejando a miles
de ellos tendidos por los campos, pero que también diezmó a las tribus ya
amansadas y a las familias pobladoras, y al restarle sus mejores brazos a la
tierra paralizó la producción.
Para que estas epidemias llevaran a veces sus
estragos a magnitudes de hecatombe y tierra arrasada, favorecíanlas no solo su
encuentro con vastas comunidades humanas que aún no habían desarrollado sus
defensas naturales contra ellas, ni solo la indigencia casi absoluta en que
vivían las ciudades en materia de asistencia social, sino el espíritu
supersticioso que dominaba en los españoles para enfrentar las plagas y pestes.
Casi intactos habían trasladado a América los usos y ritos del creencialismo
medieval, que aún prevalecían en la reaccionaria España de Torquemada cuando ya
en Italia, Inglaterra y Holanda se abría paso el luminoso cientificismo del
Renacimiento.
Interpretando las calamidades como
explosiones de la ira de Dios, creían ingenuamente poder aplacarlas invocando
la abogacía de santos y santas capaces de elevar hasta el colérico Creador su
imploración de clemencia. Así las energías colectivas y fondos que pudieran
dedicarse a medidas prácticas de sanidad se distraían en procesiones, en misas,
en levantamiento de altares y ermitas para los santos elegidos como abogados de
la ciudad en momentos de flagelo. El resultado era retardar en el pueblo el
advenimiento de una conciencia sanitaria y dilapidarle recursos y cuidados que
ha podido dedicar a la preservación de su salud, en el sostenimiento de cultos
y supercherías que se multiplicaban con las calamidades. Cada peste y cada
plaga tenía su correspondiente antídoto en el santoral, y desde luego cada
santo arrastraba su fauna parasitaria de clérigos y cofradías que medraban de
la candidez de los devotos. A la plaga de la langosta siguió el culto de San
Mauricio; a la de la viruela el de San Pablo; contra el gusano del trigo se
erigió el de San Jorge; contra los parásitos que arruinaban el cacao, el de
Nuestra Señora de las Mercedes; se invocaba a la Virgen de la Copacabana contra
las sequías, a las del Rosario y de las Mercedes contra los terremotos, y a San
Nicolás de Tolentino contra los ratones que se comían las sementeras. Hasta
para preservar a las gallinas de la enfermedad llamada pepita tenían en todas
las casas una peana con la imagen de Santa Rosita de Viterbo. Para conjurar las
centellas en los días de tempestad se colocaba en el medio de los patios una
cruz de palma bendita puesta sobre un plato de agua. Y hasta se inventó un
Cristo del más popular origen caraqueño al que acudían en todas las emergencias
y al que dieron el curioso nombre de El Cristo de los Huevos, según la
espléndida evocación que nos ha dejado Núñez de Cáceres en su Venezolíada:
Un Cristo milagroso en San Jacinto
De extrañas formas y atributos nuevos
Desde tiempos antiguos existía.
De mujer un fustán ceñido al cinto
Llevaba el Santo, y a los pies tres huevos
II
La interpretación de usos, costumbres, virtudes y vicios que reúne a forasteros y nativos en la encrucijada cultural de la Conquista, se traduce también desde sus principios en un activo intercambio de enfermedades entre las dos razas. Los españoles aportan la viruela y el vómito negro, importadas a su vez en sus barcos negreros desde el África, y con ellas el sarampión, la lepra y la tisis. Contra la costumbre indiana de bañarse tres y cuatro veces al día, las ideas religiosas de los españoles acerca de la naturaleza impura del cuerpo les imponía un sentimiento de asco y aversión al baño, consecuencias de lo cual –generosamente colaboradas por el clima del trópico– eran las sarnas, los empeines y los sabañones. El país les reservaba por su parte el paludismo (aunque las fiebres de los pantanos ya existían en Europa: no olvidemos que la palabra malaria es de origen italiano), así como también la sífilis, la disentería y un tipo de parásito ocular por cuya causa nos dice el Gobernador Pimentel en su informe “que hubo entre los soldados conquistadores quien se quedó sin ambos ojos”. A estas enfermedades se sumaba el escorbuto atraído por las deficiencias alimentarias en las largas travesías, las pertinaces pústulas en que degeneraban las heridas de guerra mal curadas, o hambrunas como la que reporta en su libro Fray Pedro Simón, ocurrida en Guayana en 1596, cuando –escribe el fraile– “todos los días muy de mañana, avisaban al Gobernador de los muertos de aquella noche, y salía en persona y decía en voz alta: Vamos a enterrar a los muertos, y hubo veces que metieron en un hoyo, entre grandes y pequeños, doce y catorce”. Simultáneamente cundían entre aquellas gentes las enfermedades ya menos visibles que se derivan de la tensión nerviosa y del miedo. Favorecidos por una mentalidad religiosa que se definía principalmente en la admisión de un Más Allá inexorable, pavoroso y eterno, la imaginación de aquellas mujeres y niños poblábase en las noches con fantasmas de indios supliciados, con seres lívidos y sangrantes que velarían el sueño de los pobladores para venir a cumplir su venganza. Pávidas historias narradas después de la cena a la luz del candil de sebo, como la del descabezamiento del Tirano Aguirre o la Mula Maniada que recorría las calles nocturnas en busca de su jinete asesinado, cobraban vida en la tiniebla de los grandes aposentos una vez que se había apagado la última vela. En el canto de la pavita habían trasladado la vieja significación ominosa de la lechuza, pájaro de hechicerías, y en las gallinas que cacareaban de noche creían adivinar agüeros de desgracia, o, el anuncio de un misterioso visitante que llegaba a la casa en busca de algún fabuloso tesoro enterrado. El terror contenido estallaba a veces durante el sueño en un largo grito que desgarraba la noche, o se manifestaba en súbitas crisis de histeria colectiva de las que no hay noticias en los primeros tiempos, pero sí en el brote que sembró la locura y la deserción entre las monjas carmelitas que vinieron de México en el año de 1732. Como había ocurrido durante el reinado de Luis XIV entre las monjas francesas de Loudum, contagiadas las carmelitas de Caracas de las fantasmagorías que ensombrecían la vida caraqueña de entonces, y acaso exaltada su libido por el clima del trópico, empezaron a verse “todas las noches amenazadas de hombres de poblada barba que llevaban cuernos en la cabeza y abrían las puertas de las celdas; ya de espíritus malignos en forma de jovencitos llenos de gracia que llamaban a las madres en frases suplicantes”. Los mismos refinamientos de crueldad con que algunos conquistadores se complacían en martirizar a la indiada no parecen sino síntomas del desequilibrio mental desatado por las presiones del medio, por el constante sobresalto, por los largos períodos de incertidumbre y de angustia.
III
Aunque fue bastante lo que pusieron los
curanderos y curiosos para exhibir el arte de curar como menester de brujos, lo
que ortodoxamente se aceptaba como medicina científica tenía en sí mismo mucho
de hechicería y barbarie.
Aún se empleaban los hierros candentes para cauterizar las heridas, y también los emplastos de cebolla con grasa de perro pequeño. Para la sífilis se estimulaba abundantemente la salivación del enfermo, y luego de administrarle en infusión la corteza del palo brasilero llamado guayaco, se le arropaba hasta la cabeza y se le hacía sudar copiosamente colocándole ladrillos calientes alrededor del cuerpo. El solimán, o sea el sublimado corrosivo, se aplicaba mezclado con miel para tratar las úlceras. Para las mordeduras de animales venenosos y ciertas intoxicaciones seguía usándose sin muchas variaciones la antigua triaca grecorromana que originalmente se preparaba con cocimiento de víbora, pimienta negra, jugo de adormidera, incienso, trementina, goma y miel. Para quitar dolores atribuibles a ventosidades, se le engrasaba la parte afectada al enfermo, luego se le ponía allí una taza boca abajo y en el extremo opuesto de la taza, que quedaba para arriba, se le prendía una mota de algodón enchumbada en aceite, al mismo tiempo que haciéndole mucha presión se corría el recipiente sobre la carne. Dentro de la taza, a causa del calor, se producía el vacío atrayendo con gran fuerza la piel hacia arriba. Este procedimiento era a veces más doloroso que el mal que se trataba de curar con él, y por antonomasia se llamaba la ventosa. No menos molesto era el tratamiento con vejigatorios para la pulmonía, y consistente en anchos emplastos de aceite caliente y cantáridas o mostaza puestos sobre la espalda para levantar ámpulas que se llenaban del líquido supuestamente sustraído del pulmón.
Para las enfermedades atribuibles a hechizos
o maleficios se usaron hasta la Colonia los pases, los tocamientos y los
escapularios preparados con aquellas reliquias teratológicas de que hace tan
curiosa enumeración Núñez de Cáceres en su poema:
De auténticas reliquias venerables
Jamás andaba la familia escasa,
Que en grande admiración eran tenidas,
De mártires y santos memorables.
Calaveras y brazos encontrados
Casi frescos, de hombres conservados
En Tierra Santa y con antiguos sellos
De peregrino errante, o con señales
De Papas o benditos Cardenales.
Quien un dedo tenía o mano entera,
Quien toda la mitad de la cadera.
Quien conservaba la sagrada muela
O pelo de una santa en relicario,
O sangre de pagano convertido;
Quien guardaba una pierna o chocozuela,
Reliquias en bendito escapulario,
Quien auténtica pieza de vestido,
O quien en fin metido
En un estuche, el diente
De hermano penitente,
De antiguo anacoreta o ermitaño;
En fin otras reliquias cuyo oficio